Aquellas mujeres
Él dormitaba sentado sobre el duro banco de madera, muy cerca de la lumbre para combatir el rigor del otoño que se acercaba al invierno. A su vera, pegado a la pernera de su pantalón negro de pana, y a menos de un metro de sus abarcas abatidas por el uso milenario, el viejo porrón lleno hasta la mitad del recio vino de Vadocondes. La boina descansa ladeada sobre una de sus orejas, y deja ver algunos mechones plateados de un pelo frondoso y rebelde que se asoma a la escena. La camisa blanca, de cuello chino, remangada por encima de los codos, a la misma altura que se asoma una cadena de plata, que es el hilo del que tira para sacar un reloj heredado que descansa en el bolsillo del chaleco de pana, de una pana que hace tiempo que lucha por mantener el mismo color negro de los pantalones, pero que ha perdido lustre con el roce de la vida. Con parsimonia saca el reloj y lo mira con los rojos entrecerrados para aligerar la miopía y para combatir el humo de una rama verde que acaba de prender al rescoldo de la noche. Cuando consigue hacer foco, lo observa como si tuviera que aprenderse de memoria la marca. Luego, con la misma lentitud desesperante, devuelve el reloj al bolsillo, levanta la vista, vuelve a hacer foco, la mira y sólo pronuncia cuatro palabras:”las ocho y media”.
Ella es más lacónica en su respuesta, y se limita a contestar: “ya”
No se molesta ni en levantar la vista de la cazuela sobre la que corta finas rebanadas de pan duro que caen sobre un fondo de agua y se convierten en barcos a la deriva antes de que ella las sorprenda con una lección culinaria y las convierta en unas sopas de ajo sólidas y reconfortantes. A veces levanta la mano, con el cuchillo incluido, y esconde debajo del pañuelo negro algunos rizos que se han salido de su sitio. Se ajusta el nudo para esconder cualquier atisbo de coquetería y sólo deja a la vista unos ojos vivos, de mirada intensa, y una cara labrada en las que las arrugas se han establecido para siempre, como marcadas con el cincel del sacrificio, el trabajo y los muchos disgusto y las pocas alegrías que le ha dado la vida. A veces sus ojos, buscan en el infinito una cercanía que cada vez está más lejos. Sus zapatillas descosidas por los lados y desmotivadas ante la obligación, han perdido sus formas para adaptarse a los pies de su dueña. Medias recias negras, vestido de un color indefinido pero siempre tirando a oscuro. Y las mangas por encima del antebrazo, a pesar de encontrarse alejada del fuego. De manera mecánica, con el automatismo de la repetición, corta el pan de manera milimétrica y ni un sólo trozo se sale de la ruta trazada y acaba en la balsa de la cazuela. Toda su figura desprende un cansancio de una persona que siempre está cansada, y más a esas horas. Porque antes de preparar la cena, ha recogido los huevos de los ponederos de las gallinas, ha dado de comer a los conejos y a los cerdos, y ha llenado el pesebre del caballo. Y lo ha hecho casi cuando ya atardecía después de pasar por el huerto, regar y quitar las hierbas malas y coger unas patatas para la comida de mañana. Antes de entrar en casa ha recogido la ropa seca de las cuerdas del tendedero. Y es que aunque es otoño, el sol le ha dejado quitarse la chaqueta esta mañana cuando temprano, después de hacer las camas, fregar y barrer, ha bajado al río para lavar la ropa y después de tenderla, ha tenido que hacer otros dos viajes hasta la fuente. En el primero ha subido un cántaro sobre la cabeza, otro en el regazo derecho y el botijo en el izquierdo. En el segundo ha hecho lo mismo con tres calderos. Y todavía le ha quedado tiempo para preparar un corrusco de pan y un trozo de chorizo para que el niño se lo comiera en el recreo. El niño ha venido llorando porque la maestra le ha dicho que no se sabía el catecismo y lo ha castigado. Ha tenido que bajar a la escuela, negociar los términos del conflicto y cerrar el orgullo infantil herido. Con el ajetreo y los nervios no se ha dado cuenta de que lleva recogidas en el delantal las alubias verdes que tiene que limpiar para hacer la comida. Y con el tiempo dedicado a la Señorita, el fuego se ha apagado y ha tenido que volver a encenderlo para que estuviera a punto. Antes ha tenido que retirar la ceniza porque se había acumulado en las orillas de la hoguera. Y en todo ese tiempo no ha tenido tiempo ni de cruzar una palabra con nadie. Son mujeres que nacen con la jornada intensiva de 20 horas en su adn. Bueno, piensa, ya tendré tiempo. Después de hacer la comida, poner la mesa, comer, recoger todos los platos, fregar y colocarlos en la alacena, llega ese tiempo. Coge el cesto de costura y baja a la calle de las petras para aprovechar el rato de sol, antes de que pase la cigüeña y haya que volver a casa a prepara la merienda. Ese tiempo de ocio no es otra cosa que restañar viejas heridas en los calcetines, zurcir el pequeño agujero de la rodilla del pantalón o recomponer el dobladillo de una sábana. Pero al mismo tiempo habla con las otras mujeres, sin perder de vista a los niños que juegan en la arreñal y sin dejar de pensar en la cena de otra noche más.
Vuelve a casa y mientras hace de profesora de matemáticas saca los huevos de la cena. Mientras ella los fríe en la sartén, él, que ha vuelto de su trabajo, (ésta es otra historia), coloca el porrón al lado de su viejo pantalón de pana y espanta el frío del atardecer con el agradable crepitar de los troncos en la lumbre. En todo el día no ha tenido tiempo y ahora se acuerda. Saca el reloj con parsimonia del bolsillo del chaleco y dice:” Son las ocho y media”. Ella, con la mirada fija en la puntilla de los huevos, responde. “ya”
Él dormitaba sentado sobre el duro banco de madera, muy cerca de la lumbre para combatir el rigor del otoño que se acercaba al invierno. A su vera, pegado a la pernera de su pantalón negro de pana, y a menos de un metro de sus abarcas abatidas por el uso milenario, el viejo porrón lleno hasta la mitad del recio vino de Vadocondes. La boina descansa ladeada sobre una de sus orejas, y deja ver algunos mechones plateados de un pelo frondoso y rebelde que se asoma a la escena. La camisa blanca, de cuello chino, remangada por encima de los codos, a la misma altura que se asoma una cadena de plata, que es el hilo del que tira para sacar un reloj heredado que descansa en el bolsillo del chaleco de pana, de una pana que hace tiempo que lucha por mantener el mismo color negro de los pantalones, pero que ha perdido lustre con el roce de la vida. Con parsimonia saca el reloj y lo mira con los rojos entrecerrados para aligerar la miopía y para combatir el humo de una rama verde que acaba de prender al rescoldo de la noche. Cuando consigue hacer foco, lo observa como si tuviera que aprenderse de memoria la marca. Luego, con la misma lentitud desesperante, devuelve el reloj al bolsillo, levanta la vista, vuelve a hacer foco, la mira y sólo pronuncia cuatro palabras:”las ocho y media”.
Ella es más lacónica en su respuesta, y se limita a contestar: “ya”
No se molesta ni en levantar la vista de la cazuela sobre la que corta finas rebanadas de pan duro que caen sobre un fondo de agua y se convierten en barcos a la deriva antes de que ella las sorprenda con una lección culinaria y las convierta en unas sopas de ajo sólidas y reconfortantes. A veces levanta la mano, con el cuchillo incluido, y esconde debajo del pañuelo negro algunos rizos que se han salido de su sitio. Se ajusta el nudo para esconder cualquier atisbo de coquetería y sólo deja a la vista unos ojos vivos, de mirada intensa, y una cara labrada en las que las arrugas se han establecido para siempre, como marcadas con el cincel del sacrificio, el trabajo y los muchos disgusto y las pocas alegrías que le ha dado la vida. A veces sus ojos, buscan en el infinito una cercanía que cada vez está más lejos. Sus zapatillas descosidas por los lados y desmotivadas ante la obligación, han perdido sus formas para adaptarse a los pies de su dueña. Medias recias negras, vestido de un color indefinido pero siempre tirando a oscuro. Y las mangas por encima del antebrazo, a pesar de encontrarse alejada del fuego. De manera mecánica, con el automatismo de la repetición, corta el pan de manera milimétrica y ni un sólo trozo se sale de la ruta trazada y acaba en la balsa de la cazuela. Toda su figura desprende un cansancio de una persona que siempre está cansada, y más a esas horas. Porque antes de preparar la cena, ha recogido los huevos de los ponederos de las gallinas, ha dado de comer a los conejos y a los cerdos, y ha llenado el pesebre del caballo. Y lo ha hecho casi cuando ya atardecía después de pasar por el huerto, regar y quitar las hierbas malas y coger unas patatas para la comida de mañana. Antes de entrar en casa ha recogido la ropa seca de las cuerdas del tendedero. Y es que aunque es otoño, el sol le ha dejado quitarse la chaqueta esta mañana cuando temprano, después de hacer las camas, fregar y barrer, ha bajado al río para lavar la ropa y después de tenderla, ha tenido que hacer otros dos viajes hasta la fuente. En el primero ha subido un cántaro sobre la cabeza, otro en el regazo derecho y el botijo en el izquierdo. En el segundo ha hecho lo mismo con tres calderos. Y todavía le ha quedado tiempo para preparar un corrusco de pan y un trozo de chorizo para que el niño se lo comiera en el recreo. El niño ha venido llorando porque la maestra le ha dicho que no se sabía el catecismo y lo ha castigado. Ha tenido que bajar a la escuela, negociar los términos del conflicto y cerrar el orgullo infantil herido. Con el ajetreo y los nervios no se ha dado cuenta de que lleva recogidas en el delantal las alubias verdes que tiene que limpiar para hacer la comida. Y con el tiempo dedicado a la Señorita, el fuego se ha apagado y ha tenido que volver a encenderlo para que estuviera a punto. Antes ha tenido que retirar la ceniza porque se había acumulado en las orillas de la hoguera. Y en todo ese tiempo no ha tenido tiempo ni de cruzar una palabra con nadie. Son mujeres que nacen con la jornada intensiva de 20 horas en su adn. Bueno, piensa, ya tendré tiempo. Después de hacer la comida, poner la mesa, comer, recoger todos los platos, fregar y colocarlos en la alacena, llega ese tiempo. Coge el cesto de costura y baja a la calle de las petras para aprovechar el rato de sol, antes de que pase la cigüeña y haya que volver a casa a prepara la merienda. Ese tiempo de ocio no es otra cosa que restañar viejas heridas en los calcetines, zurcir el pequeño agujero de la rodilla del pantalón o recomponer el dobladillo de una sábana. Pero al mismo tiempo habla con las otras mujeres, sin perder de vista a los niños que juegan en la arreñal y sin dejar de pensar en la cena de otra noche más.
Vuelve a casa y mientras hace de profesora de matemáticas saca los huevos de la cena. Mientras ella los fríe en la sartén, él, que ha vuelto de su trabajo, (ésta es otra historia), coloca el porrón al lado de su viejo pantalón de pana y espanta el frío del atardecer con el agradable crepitar de los troncos en la lumbre. En todo el día no ha tenido tiempo y ahora se acuerda. Saca el reloj con parsimonia del bolsillo del chaleco y dice:” Son las ocho y media”. Ella, con la mirada fija en la puntilla de los huevos, responde. “ya”