BLACOS: Aquellos hombres...

Aquellos hombres

Él dormitaba sentado sobre una silla de anea, muy cerca de la lumbre para combatir el rigor del otoño que se acercaba al invierno. A su vera, pegado a la pernera de su pantalón marrón de pana, y a menos de un metro de sus abarcas castigadas por el roce, el viejo porrón lleno del recio vino de Vadocondes. La boina no conseguía esconder una venda blanca que hacía juego con la escarcha de sus mechones cada vez más plateados, pero también cada vez más ralos y escasos. En la camisa clara todavía eran visibles algunas pequeñas gotas de sangre que daban colorido a su tela anodina. La camisa también permite ver esa cadena de plata para sujetar ese reloj heredado que reposa en el bolsillo de un chaleco que cada día se aleja más del brillo con el que nació. Con parsimonia, con gestos de dolor y desasosiego, saca el reloj con su mano izquierda. Lo mira, como si fuera la primera vez, y con los ojos brillantes, y testigos del dolor, centra su mirada entre las agujas, y con un gesto dramático, sólo pronuncia cuatro palabras: “ las ocho y media”. Y su mujer, con semblante de resignación y pena, le contesta. “ ya”.
Se sienta en la silla de anea porque es más blanda que el banco de madera y amortigua mejor los latigazos que le recorren toda la espalda, como si en su interior se celebrar una carrera de hierros candentes. Esas gotas de sangre que colorean su camisa son testigos presenciales del golpe que hace unas horas le ha dado la mula al entrar en la cuadra y tratar de mirarle el bulto tan feo que tenía en una de sus patas. Primero le golpeó en la cabeza, de ahí viene la sangre, y después lo estrujó contra el pesebre, y parecía que le había pasado una manada desbocada por todo su costado derecho. Por eso se tiene que manejar con la mano izquierda, con la torpeza y lentitud de una persona diestra. Lleva dos horas sentado en la silla, y todavía no ha probado el vino. Tiene miedo del sufrimiento que le produce cualquier movimiento. Por eso su mujer, silenciosa pero con la experiencia que da la vida, se lo echa en un vaso y se lo acerca a la boca. Es un gesto tierno entre dos seres que cada día luchan contra la adversidad, y casi todos los días acaban ganando la batalla.
Intenta que beba para calmar el dolor que le produce cuando le quita la ropa y le obliga a inclinarse hacia adelante para frotarle el cuerpo con un ungüento de creación propia, que le permita dormir algunas horas. Pocas horas, porque antes de que salga el sol se tiene que ir con otra mula a buscar al veterinario y después al herrero, para que examinen esa pata abultada del otro animal. Es un día de trabajo extra, porque cuando vuelva del veterinario tendrá que coger el macho de su cuñado, que está en la cama con un cólico y no sabe cuando vendrá el médico, y volver a la faena.
A pesar de ese cuerpo maltrecho se preocupa de su animal pero no parece darle excesiva importancia a su lacerado cuerpo. Ni se le pasa por la cabeza llamar al médico. La salud de los animales es para él fundamental. La suya es un mero sacrificio que se cura aguantando el dolor y dejando pasar el tiempo. Está en plena siembra y no puede perder ni un día, porque igual mañana llueve y se acabó. Hoy además le toca ir cerca del Santo. Cada paso es un calvario, peros sabe que si no lo da le espera el infierno de la necesidad, la cárcel de las carencias y el asedio de los suplicios. Llega más tarde, sólo eso. Llega aterido de frío, sólo eso, llega con un dolor que empieza en la herida de la cabeza y continúa hasta los dedos del pie, sólo eso. No es nada nuevo, nada que no le haya pasado antes y nada que no se pueda repetir después.
Más de seis horas sembrando. Cada vez que levanta la mano para esparcir los granos es peor que si le clavaran una lanza en cada milímetro de su piel. Llega el mediodía y come de la fiambrera sin ganas y con desesperación. Y come de pie porque sabe lo que le espera si se agacha para sentarse, una lapidación de cada uno de sus huesos.
Al anochecer ya no siente algunas partes de su cuerpo, y el hormigueo de los pies le hace soñar que flota en sus cuatro kilómetros de regreso hasta el pueblo.
Cuando se vuelve a sentar en la silla de anea, todo le da vueltas y no tiene muy claro qué ha sucedido de verdad y que ha sido una pesadilla febril, causada por sus heridas.
Lejos de cualquier frustración, con la decisión en la mirada, la fuerza de voluntad en la cabeza y la determinación en sus manos, ella le espera en la cocina con el vaso lleno de vino y la cataplasma preparada para aliviar las heridas.
Él ni se inmuta, le duele hasta girar la cabeza para mirarla. Hoy no se molesta en sacar el reloj del bolsillo de ese chaleco curtido en mil tragedias. “Total para qué, piensa, si marca las ocho y media desde el día que lo heredé hace 35 años”. Hoy no tiene ilusión ni para decir esa hora que lo transporta a la nostalgia de aquella familia entera, querida y añorada. Es igual, son las ocho y media, o no, qué más da”
Mientras le unta la espalda ella le dice que la mula está bien y que el veterinario le ha dicho que en un par de días o tres ya puede trabajar. Sólo entonces se permite dibujar una sonrisa leve pero ilusionada. Y se va a la cama pensando que no ha sido un día tan malo, que la mula está bien. ¿Y él? Bueno, eso ya es otra historia.