La costumbre I
El resonar del taconeo por las escaleras de madera ya significaba en sí mismo que nos esperaba un día de fiesta. Los tacones eran el carnet de identidad de un día grande, por muy pequeño que pudiera parecer. El primer encuentro era en la plaza, sala de espera de los momentos señalados en la vida del Blacos en blanco y negro. La espera en la plaza era habitualmente el encuentro con las primeras, que era como se conocía el primer toque de campana que llamaba a la celebración religiosa. Cuando sonaban las segundas, algunos salían del letargo de las conversaciones y se acercaban a la iglesia. Era aquellos dispuestos a portar banderas y símbolos religiosos en la procesión. En el primer toque de las terceras las mujeres, como en una coreografía largamente ensayada, se dirigían al templo empujadas por la necesidad de estar ya en su sitió antes de que el cura saliera de la sacristía y se acercara al altar. Los hombres que quedaban se hacían los perezosos hasta donde permitía la decencia, que era una regla básica de aquellos años. Algunos se perdían en la primera esquina del patio, y otros de manera ostensible se asomaban a la barbacana a la espera de que saliera la comitiva, para unirse a ella ya en la calle. Todas las normas de protocolo se cumplían. Los niños iban los primeros y los mayores, los hombres, después. A veces, creo recordar, las mujeres hacían su propio itinerario y luego se juntaban todos para enfilar hacia la ermita. Silencio sepulcral, sólo roto por esos cánticos discordantes, en los que no había karaoke ni letras aprendidas. Cada uno cantaba a su ritmo y con su propio ritmo. El resultado era un galimatías sonoro que jamás pudiera haber optado a llegar a Operación Triunfo.
El punto más delicado era el cruce de la carretera en procesión. Es cierto que en aquellos años la velocidad de los vehículos no era la de ahora, pero el miedo de los procesionarios era mucho mayor que el de ahora. A veces la guardia civil echaba una mano y cortaba el tráfico, y es que dios estaba en todas partes. Pasado el primer obstáculo llegaba el segundo, la cuesta de la ermita. A prueba de fe y de capacidad pulmonar. Aquí las mujeres daban ejemplo de compromiso. Subían la cuesta haciendo equilibrio sobre sus tacones de aguja, dosificando la respiración para cantar, sujetando el velo con una o dos manos y con un ojo vigilante para que no se perdiera ningún niño en el trance. Una vez superado el puerto, era costumbre dar una vuelta a la ermita antes de entrar. Nunca he sabido muy bien el motivo, pero seguro que tiene una explicación. Y después misa, larga y tediosa, pero misa solemne. Los hombres, sobre todo la autoridad, en los primeros bancos alineados de forma perpendicular al altar. Luego en los primeros bancos de frente las mujeres y los niños. En la parte de atrás algunos hombres y algunos jóvenes aplicados. El resto de jóevenes en el coro y los adolescentes en el campanario, lejos del humo de las velas y cerca del humo de los cigarrillos. A veces, en una operación arriesgada, nos hacíamos los invisibles y nos íbamos al royo Santamaría a contarnos nuestras aventuras, o simplemente como un acto de rebeldía. Otra variante es que nos dejaran quedarnos en el campanario de la iglesia para repicar a la ida y a la vuelta de la procesión. Pero en este caso nos ataban más corto y siempre se quedaba con nosotros una persona mayor. Se quedaban, primero para que nadie se despistara, y segundo para decirnos el momento exacto en el que teníamos que empezar a repicar y el momento exacto en que teníamos que dejar de hacerlo. Para nosotros era un subidón de adrenalina voltear las campanas. Cuando lo hacíamos perdíamos la noción del tiempo y nos tenían que parar porque si no nos veníamos arriba, como la campana.
Después de la misa vuelta en procesión. Pero ya el protocolo era más flexible y cada uno iba un poco a su aire, menos los que llevaban banderas y pendones que tenían más disciplina., Fin del primer acto festivo. La salida de la iglesia también tenía sus códigos. Primero salíamos los chavales, menos los monaguillos, que parecía que cada día queríamos batir el record de velocidad. Inmediatamente nos perdíamos por cualquier lugar del pueblo. Después salían los hombres y casi todos se quedaban en el patio enhebrando conversaciones con el cigarrillo “de después”. Luego salían las mujeres que hacían su primera parada en la plaza con conversaciones rápidas porque, decían, tenían que ir a ver la cazuela o el puchero. También había un espacio distintos en la plaza para las mujeres y hombres en edad de merecer, que empezaban a pelar la pava, o “ a quedar”.
Poco a poco se deshacían los grupos y al mismo tiempo que se vaciaba el patio y la plaza se llenaban los bares, porque en aquellos años había dos. El menú estrella en esos días especiales se componía de vino o cerveza y aceitunas con anchoas o berberechos. Todo dependía de la esplendidez de cada cual. Vamos, era como ahora el vermut concierto, pero pasando por caja. E igual que ahora, a muchos les daba la hora de merendar sin haber comido. Y empezaba otro ritual, niños pequeños o mujeres y madres asomándose a la puerta con esa cara de entre mala lecha y estoy harta buscando a esos comensales que nunca acababan de llegar. A más de uno nos mandaban, en mi caso, a buscar a mi hermano mayor y me acaba quedando con él y luego nos tenían que venir a buscar a los dos. La comida era el momento menos festivo del día por este motivo. Siempre había broncas por llegar tarde, porque la comida se había quedado fría o por eso de “mira, los señoritos a mesa puesta como siempre, y enciman llegan tarde y aquí nos tienen esperando a todos”. Esta costumbre se heredaba y además creaba adicción. Y si no se lo podéis preguntar a Vicente, que muchas veces llegaba a comer y tenían que encender la luz porque se había hecho de noche. Y, como buena adicción, todavía la mantiene. Es, con diferencia, el campeón de Blacos en llegar tarde a comer. Es seguro que ha batido muchas veces su propio record y todavía está en condiciones de mejorar su marca.
Después venían las cartas, el baile y… pero de eso ya he hablado otras veces.
El resonar del taconeo por las escaleras de madera ya significaba en sí mismo que nos esperaba un día de fiesta. Los tacones eran el carnet de identidad de un día grande, por muy pequeño que pudiera parecer. El primer encuentro era en la plaza, sala de espera de los momentos señalados en la vida del Blacos en blanco y negro. La espera en la plaza era habitualmente el encuentro con las primeras, que era como se conocía el primer toque de campana que llamaba a la celebración religiosa. Cuando sonaban las segundas, algunos salían del letargo de las conversaciones y se acercaban a la iglesia. Era aquellos dispuestos a portar banderas y símbolos religiosos en la procesión. En el primer toque de las terceras las mujeres, como en una coreografía largamente ensayada, se dirigían al templo empujadas por la necesidad de estar ya en su sitió antes de que el cura saliera de la sacristía y se acercara al altar. Los hombres que quedaban se hacían los perezosos hasta donde permitía la decencia, que era una regla básica de aquellos años. Algunos se perdían en la primera esquina del patio, y otros de manera ostensible se asomaban a la barbacana a la espera de que saliera la comitiva, para unirse a ella ya en la calle. Todas las normas de protocolo se cumplían. Los niños iban los primeros y los mayores, los hombres, después. A veces, creo recordar, las mujeres hacían su propio itinerario y luego se juntaban todos para enfilar hacia la ermita. Silencio sepulcral, sólo roto por esos cánticos discordantes, en los que no había karaoke ni letras aprendidas. Cada uno cantaba a su ritmo y con su propio ritmo. El resultado era un galimatías sonoro que jamás pudiera haber optado a llegar a Operación Triunfo.
El punto más delicado era el cruce de la carretera en procesión. Es cierto que en aquellos años la velocidad de los vehículos no era la de ahora, pero el miedo de los procesionarios era mucho mayor que el de ahora. A veces la guardia civil echaba una mano y cortaba el tráfico, y es que dios estaba en todas partes. Pasado el primer obstáculo llegaba el segundo, la cuesta de la ermita. A prueba de fe y de capacidad pulmonar. Aquí las mujeres daban ejemplo de compromiso. Subían la cuesta haciendo equilibrio sobre sus tacones de aguja, dosificando la respiración para cantar, sujetando el velo con una o dos manos y con un ojo vigilante para que no se perdiera ningún niño en el trance. Una vez superado el puerto, era costumbre dar una vuelta a la ermita antes de entrar. Nunca he sabido muy bien el motivo, pero seguro que tiene una explicación. Y después misa, larga y tediosa, pero misa solemne. Los hombres, sobre todo la autoridad, en los primeros bancos alineados de forma perpendicular al altar. Luego en los primeros bancos de frente las mujeres y los niños. En la parte de atrás algunos hombres y algunos jóvenes aplicados. El resto de jóevenes en el coro y los adolescentes en el campanario, lejos del humo de las velas y cerca del humo de los cigarrillos. A veces, en una operación arriesgada, nos hacíamos los invisibles y nos íbamos al royo Santamaría a contarnos nuestras aventuras, o simplemente como un acto de rebeldía. Otra variante es que nos dejaran quedarnos en el campanario de la iglesia para repicar a la ida y a la vuelta de la procesión. Pero en este caso nos ataban más corto y siempre se quedaba con nosotros una persona mayor. Se quedaban, primero para que nadie se despistara, y segundo para decirnos el momento exacto en el que teníamos que empezar a repicar y el momento exacto en que teníamos que dejar de hacerlo. Para nosotros era un subidón de adrenalina voltear las campanas. Cuando lo hacíamos perdíamos la noción del tiempo y nos tenían que parar porque si no nos veníamos arriba, como la campana.
Después de la misa vuelta en procesión. Pero ya el protocolo era más flexible y cada uno iba un poco a su aire, menos los que llevaban banderas y pendones que tenían más disciplina., Fin del primer acto festivo. La salida de la iglesia también tenía sus códigos. Primero salíamos los chavales, menos los monaguillos, que parecía que cada día queríamos batir el record de velocidad. Inmediatamente nos perdíamos por cualquier lugar del pueblo. Después salían los hombres y casi todos se quedaban en el patio enhebrando conversaciones con el cigarrillo “de después”. Luego salían las mujeres que hacían su primera parada en la plaza con conversaciones rápidas porque, decían, tenían que ir a ver la cazuela o el puchero. También había un espacio distintos en la plaza para las mujeres y hombres en edad de merecer, que empezaban a pelar la pava, o “ a quedar”.
Poco a poco se deshacían los grupos y al mismo tiempo que se vaciaba el patio y la plaza se llenaban los bares, porque en aquellos años había dos. El menú estrella en esos días especiales se componía de vino o cerveza y aceitunas con anchoas o berberechos. Todo dependía de la esplendidez de cada cual. Vamos, era como ahora el vermut concierto, pero pasando por caja. E igual que ahora, a muchos les daba la hora de merendar sin haber comido. Y empezaba otro ritual, niños pequeños o mujeres y madres asomándose a la puerta con esa cara de entre mala lecha y estoy harta buscando a esos comensales que nunca acababan de llegar. A más de uno nos mandaban, en mi caso, a buscar a mi hermano mayor y me acaba quedando con él y luego nos tenían que venir a buscar a los dos. La comida era el momento menos festivo del día por este motivo. Siempre había broncas por llegar tarde, porque la comida se había quedado fría o por eso de “mira, los señoritos a mesa puesta como siempre, y enciman llegan tarde y aquí nos tienen esperando a todos”. Esta costumbre se heredaba y además creaba adicción. Y si no se lo podéis preguntar a Vicente, que muchas veces llegaba a comer y tenían que encender la luz porque se había hecho de noche. Y, como buena adicción, todavía la mantiene. Es, con diferencia, el campeón de Blacos en llegar tarde a comer. Es seguro que ha batido muchas veces su propio record y todavía está en condiciones de mejorar su marca.
Después venían las cartas, el baile y… pero de eso ya he hablado otras veces.