Sólo es una reflexión
A estas alturas ya ni las gotas de lluvia provocan nostalgia. Ni los recuerdos apelan a nuestra memoria, ni quedan luces que alumbre el camino que acorta distancias., A estas alturas la vida es casi siempre el mismo acto repetido. Puede ser bueno o malo, pero es el mismo repetido. El año 2020 se parecía a esa tortura del palo y la zanahoria. Parecía que todo acababa cuando en realidad volvía a empezar, y llegaba un momento en el que algunos pensábamos que el mejor día fue ayer y esperábamos con zozobra el mañana, porque aunque el mañana no está escrito es algo que no sabe ni quiere saber esta maldita pandemia. Una pandemia de la que muchos se han llenado la boca de decir que saldremos más fuertes, pero se les olvida decir que eso será para los que salgan, que serán unos cuantos menos que los que entraron. Y para salir más fuertes hay que ejercitarse en esas fortalezas, y no sacar a relucir continuamente ese Luis Candelas que todos llevamos dentro. Un rebelde sin causa que se cree mejor cuando se salta a la torera las normas, cuando se ríe de las reglas, cuando desprecia al prójimo en un ejercicio de soberbia y egoísmo en el que siempre en este país ha tenido excelente maestros. Ese rebelde que piensa, e incluso se lo cree, que la culpa es de los demás, de los políticos, de los sanitarios, de los creyentes, de los ateos, de los curas o de los bomberos. De cualquiera de ellos pero nunca de uno mismo. Siempre sacamos ese irredento que nos acompaña y que un día dice que hay que tomar medidas más duras y cuando se toman dice que no sirven para nada. Ese mismo que dice que no se hace nada y cuando se hace algo contesta que a él nadie le dice lo que tiene que hacer. Ese profeta de barra de bar que tiene la solución mágica para acabar con todos los problemas pero, desgraciadamente, nadie le hace caso. Y te lo puede decir a quince centímetros de tu cara, sin mascarilla, con el pitillo en la boca y con las uñas negras que delatan su escaso aprecio por la higiene. También puede salir ese defensor de las causas perdidas que vocifera con ahínco la negación de cualquier norma, porque todas atentan contra su libertad individual, una libertad que para él es infinita y que jamás acaba donde empieza la libertad de los demás, algo que ni entiende ni quiere entender.
También sacamos con mucha frecuencia al hipócrita que llevamos dentro y somos capaces de salir a las ocho a aplaudir a los sanitarios y cinco minutos después reunirnos con los amigos en casa a tomar unas birras y echar unos petas. Eso sí, luego decimos a todo el que nos quiere oír que los médicos y las enfermeras son unos héroes a los que hay que honrar. Pues hónralos reduciendo su trabajo y su exposición al COVID, no seas desgraciado. Hay algunos que van más allá y para mostrar su espíritu solidario y progresista, además de los médicos y los enfermeros, se acuerdan también de los policías, los trabajadores de residencias o de los que hacen la limpieza. Un segundo después ya han tirado la colilla al suelo en la puerta de urgencias y al doblar la esquina han intentado, sin suerte, hacer puntería para que la mascarilla cayera en el interior de la papelera.
Y después de todo puede parecer una actitud depresiva y negativa la que me lleva a escribir esto. Pero tú y yo sabemos que la realidad es todavía peor que lo que se refleja en las líneas anteriores. La realidad es que queremos vivir en una sensación paralela, idílica, en esa realidad que no nos exige sacrificios, que no nos pide educación, apoyo, civismo, sentido común y solidaridad. Queremos ser santo y bandera de nuestra causa y seguir siempre instalados en el capricho y el egoísmo. Y para eso no hay nada mejor que pensar, y creerse, que la culpa es siempre de los demás. Es la mejor coartada que tenemos, el mejor pasaporte hacia la comodidad. Y es que si nos paramos a pensar que alguna responsabilidad tendremos nosotros se nos caen las excusas como un castillo de naipes y nos descubrimos todas nuestras miserias. Y tampoco es eso ¿verdad? Es mejor dar la espalda a todo aquello que nos incomode y nos exija una generosidad con el prójimo que no estamos dispuestos a conceder. La mejor manera de no sentirse culpable es cerrar los ojos a la culpa como tema de preocupación.
Todo esto no tiene nombre ni apellidos, ni busca señalar a nadie. Sólo quiere ser una reflexión en voz alta. Si hay alguien que la lee y le hace pensar, aunque sea un minuto, habrá merecido la pena. Así estaremos más cerca de quedarnos sólo con la zanahoria.
A estas alturas ya ni las gotas de lluvia provocan nostalgia. Ni los recuerdos apelan a nuestra memoria, ni quedan luces que alumbre el camino que acorta distancias., A estas alturas la vida es casi siempre el mismo acto repetido. Puede ser bueno o malo, pero es el mismo repetido. El año 2020 se parecía a esa tortura del palo y la zanahoria. Parecía que todo acababa cuando en realidad volvía a empezar, y llegaba un momento en el que algunos pensábamos que el mejor día fue ayer y esperábamos con zozobra el mañana, porque aunque el mañana no está escrito es algo que no sabe ni quiere saber esta maldita pandemia. Una pandemia de la que muchos se han llenado la boca de decir que saldremos más fuertes, pero se les olvida decir que eso será para los que salgan, que serán unos cuantos menos que los que entraron. Y para salir más fuertes hay que ejercitarse en esas fortalezas, y no sacar a relucir continuamente ese Luis Candelas que todos llevamos dentro. Un rebelde sin causa que se cree mejor cuando se salta a la torera las normas, cuando se ríe de las reglas, cuando desprecia al prójimo en un ejercicio de soberbia y egoísmo en el que siempre en este país ha tenido excelente maestros. Ese rebelde que piensa, e incluso se lo cree, que la culpa es de los demás, de los políticos, de los sanitarios, de los creyentes, de los ateos, de los curas o de los bomberos. De cualquiera de ellos pero nunca de uno mismo. Siempre sacamos ese irredento que nos acompaña y que un día dice que hay que tomar medidas más duras y cuando se toman dice que no sirven para nada. Ese mismo que dice que no se hace nada y cuando se hace algo contesta que a él nadie le dice lo que tiene que hacer. Ese profeta de barra de bar que tiene la solución mágica para acabar con todos los problemas pero, desgraciadamente, nadie le hace caso. Y te lo puede decir a quince centímetros de tu cara, sin mascarilla, con el pitillo en la boca y con las uñas negras que delatan su escaso aprecio por la higiene. También puede salir ese defensor de las causas perdidas que vocifera con ahínco la negación de cualquier norma, porque todas atentan contra su libertad individual, una libertad que para él es infinita y que jamás acaba donde empieza la libertad de los demás, algo que ni entiende ni quiere entender.
También sacamos con mucha frecuencia al hipócrita que llevamos dentro y somos capaces de salir a las ocho a aplaudir a los sanitarios y cinco minutos después reunirnos con los amigos en casa a tomar unas birras y echar unos petas. Eso sí, luego decimos a todo el que nos quiere oír que los médicos y las enfermeras son unos héroes a los que hay que honrar. Pues hónralos reduciendo su trabajo y su exposición al COVID, no seas desgraciado. Hay algunos que van más allá y para mostrar su espíritu solidario y progresista, además de los médicos y los enfermeros, se acuerdan también de los policías, los trabajadores de residencias o de los que hacen la limpieza. Un segundo después ya han tirado la colilla al suelo en la puerta de urgencias y al doblar la esquina han intentado, sin suerte, hacer puntería para que la mascarilla cayera en el interior de la papelera.
Y después de todo puede parecer una actitud depresiva y negativa la que me lleva a escribir esto. Pero tú y yo sabemos que la realidad es todavía peor que lo que se refleja en las líneas anteriores. La realidad es que queremos vivir en una sensación paralela, idílica, en esa realidad que no nos exige sacrificios, que no nos pide educación, apoyo, civismo, sentido común y solidaridad. Queremos ser santo y bandera de nuestra causa y seguir siempre instalados en el capricho y el egoísmo. Y para eso no hay nada mejor que pensar, y creerse, que la culpa es siempre de los demás. Es la mejor coartada que tenemos, el mejor pasaporte hacia la comodidad. Y es que si nos paramos a pensar que alguna responsabilidad tendremos nosotros se nos caen las excusas como un castillo de naipes y nos descubrimos todas nuestras miserias. Y tampoco es eso ¿verdad? Es mejor dar la espalda a todo aquello que nos incomode y nos exija una generosidad con el prójimo que no estamos dispuestos a conceder. La mejor manera de no sentirse culpable es cerrar los ojos a la culpa como tema de preocupación.
Todo esto no tiene nombre ni apellidos, ni busca señalar a nadie. Sólo quiere ser una reflexión en voz alta. Si hay alguien que la lee y le hace pensar, aunque sea un minuto, habrá merecido la pena. Así estaremos más cerca de quedarnos sólo con la zanahoria.