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BLACOS: El sonido de las campanas...

El sonido de las campanas

La rutina de estos tiempos lleva camino de convertirse en una claustrofobia mental. Son días de desidia y desapego a las buenas costumbres. Es todo tan monótono y repetitivo que paraliza cualquier intención de hacer algo distinto, pero a la vez fagocita algo que se hacía con cierta frecuencia, como era escribir en esta página hechos y costumbres, en mi caso noveladas, de la intrahistoria de Blacos. Hechos en los que trato de recoger el paso del tiempo por mi vida. El origen podía estar en aquellos días en los que la comunicación a distancia se hacía con el sonido de las campanas,… hasta ahora que puedes hablar con un conocido, o desconocido, de las Islas Mauricio en lo que tardas en escribir un mensaje y darle al click de enviar. Era mejor lo de entonces? Es mejor lo de ahora?. Pues depende. Saber que el toque del mediodía de las campanas de la iglesia marcaba la hora de comer no dejaba de tener su romanticismo. Poder comunicarte en breves segundos con tu prima de la Patagonia no tiene romanticismo alguno, pero conserva unos contactos y una cierta cercanía que de otra forma se perdería en la distancia y en el tiempo en el que tardaban en llegar las cartas. Tardaban tanto que era muy difícil que contaran algo nuevo, porque mientras que iban y venían ya había otras cosas nuevas que no se habían podido contar.
Otra ventaja de aquellos tiempos de las campanas era el aislamiento en el que vivíamos. Una ventaja, entre comillas, que haría que una pandemia nacida en China pudiera tardar siglos en llegar a Blacos. La desventaja es que entonces eran las medicinas modernas las que nunca acaban de llegar. Pero había alguien, el médico, que tardaba en llegar menos que ahora. Ibas a Rioseco a las tres de la madrugada y el médico, al mismo tiempo que se acordaba de toda tu familia, se vestía y cogía el caballo y se ponía en camino. Total, en unas dos o tres horas lo tenías en casa. Ahora puedes estar dos o tres horas llamando por teléfono y mandando sms o guasás y es muy probable que nadie te conteste. Claro que me pueden decir que coges el coche y en media hora estás en Soria. Ya, pero resulta que en nuestro pueblo, como en tantos otros, cada día es más difícil tener un vecino que tenga coche y te pueda llevar. Es más, puedes tener tú el coche pero no encontrar a nadie que lo conduzca para llevarte al hospital. Por lo tanto hay tiempos buenos y malos siempre, con independencia del siglo en el que vivimos. Pero sí que hay un hecho cada vez más incontestable. Y es el de que cada día hay más gente que quiere volver a los pueblos. Incluso hay pueblos que han creado aplicaciones para vender al universo su encanto, alquilar y vender viviendas, ofrecer puestos de trabajo, y mejorar sus servicios informáticos para aumentar el censo. Hay pueblos de Ávila y Segovia que en pocos meses han duplicado su número de habitantes que buscan la tranquilidad, el recuperar las viejas costumbres y, por qué no, disfrutar de la soledad voluntaria en unos parajes en los que se disminuye el estrés y la tensión diaria
Y entonces los que amamos el pueblo nos dejamos acariciar por una brisa de orgullo porque antes de que todo esto sucediera ya buscábamos las ventajas que ofrecía Blacos, tanto en enero como en agosto, y éramos capaces de superar de la mejor manera posible los inconvenientes. Es cierto que las campanas ya no nos recuerdan nada y que hemos cambiado la bicicleta o el tiracantos por el móvil o la tablet. El lugar de jugar al burro, al tres navíos o a los planos, se juega a todos esos juegos que ofrece la tecnología y que soy incapaz de nombrar uno sólo de ellos. Pero con todo hemos conseguido que en Blacos perdure ese sentimiento de pueblo, esos valores de cercanía y amistad, y esas miradas de complicidad de todos los que compartimos no sólo un mismo espacio físico sino un cariño sincero por el pueblo.
Las campanas ya no suenan a nada pero permanecen erguidas sobre la iglesia para recordarnos que en un tiempo ya lejano fueron la agenda diaria de los que pasábamos por debajo.