Sin “Consuelo”
En la primera curva del verano se encontraba con una humilde competidora de su luz y de su calor. Consuelo, una de las hijas de la panadera, como se les conocía hace ya unos cuantos años, se acomodaba a la sombra de la cuesta de la plaza. Y siempre te recibía con esa placidez de las personas humildes en su propia bondad. A mí me inspiraba siempre una enorme ternura y una diáfana tranquilidad. En sus gestos, en su mirada limpia, en su sonrisa franca, parecía que se paraba el tiempo y disfrutaba de ese impasse que no está al alcance de cualquiera. No importaba si era en el ajetreo de las mañanas laboriosas, en las tardes inabarcables después de la fiesta, o en esas tertulias nocturnas a la otra esquina Del Olmo. Consuelo parecía ser la dueña de ese reposo que todos buscamos para frenar la velocidad a la que transcurre la vida. Siempre te saludaba por tu nombre y te regalaba esa preciada sonrisa envolvente, relajada y reparadora. Y ahí establecía la frontera de sus relaciones sociales. Nunca parecía ir más allá, y yo que siempre he sido su vecino de la otra esquina Del Olmo, no recuerdo jamás un enfado visible, una discusión encendida ni tan siquiera un. Intercambio bronco de pareceres. En su parte de la cuesta de la plaza, al abrigo de ese viejo horno ya olvidado por la historia, Consuelo te desarmaba con su carácter apacible y su sillón de parsimonia de verano. Después los días de luz dieron el relevo a las zozobras de la tormenta y todo cambio. Bueno todo creo que no, la sonrisa de Consuelo se volvíó eterna, por encima de todas las tempestades. Y esa sonrisa, esa manera de entender la vida, ese a especial relación con la tranquilidad y el sosiego es una herencia, una señal de identidad de una persona que fijó su presencia en muchos de nuestros recuerdos. Por eso siempre estará ahí, en la cuesta de la plaza, en la otra esquina Del Olmo, en esas tertulias de las noches eternas que viven en la memoria. Es la mejor forma de que no abandone nunca nuestros recuerdo.
En la primera curva del verano se encontraba con una humilde competidora de su luz y de su calor. Consuelo, una de las hijas de la panadera, como se les conocía hace ya unos cuantos años, se acomodaba a la sombra de la cuesta de la plaza. Y siempre te recibía con esa placidez de las personas humildes en su propia bondad. A mí me inspiraba siempre una enorme ternura y una diáfana tranquilidad. En sus gestos, en su mirada limpia, en su sonrisa franca, parecía que se paraba el tiempo y disfrutaba de ese impasse que no está al alcance de cualquiera. No importaba si era en el ajetreo de las mañanas laboriosas, en las tardes inabarcables después de la fiesta, o en esas tertulias nocturnas a la otra esquina Del Olmo. Consuelo parecía ser la dueña de ese reposo que todos buscamos para frenar la velocidad a la que transcurre la vida. Siempre te saludaba por tu nombre y te regalaba esa preciada sonrisa envolvente, relajada y reparadora. Y ahí establecía la frontera de sus relaciones sociales. Nunca parecía ir más allá, y yo que siempre he sido su vecino de la otra esquina Del Olmo, no recuerdo jamás un enfado visible, una discusión encendida ni tan siquiera un. Intercambio bronco de pareceres. En su parte de la cuesta de la plaza, al abrigo de ese viejo horno ya olvidado por la historia, Consuelo te desarmaba con su carácter apacible y su sillón de parsimonia de verano. Después los días de luz dieron el relevo a las zozobras de la tormenta y todo cambio. Bueno todo creo que no, la sonrisa de Consuelo se volvíó eterna, por encima de todas las tempestades. Y esa sonrisa, esa manera de entender la vida, ese a especial relación con la tranquilidad y el sosiego es una herencia, una señal de identidad de una persona que fijó su presencia en muchos de nuestros recuerdos. Por eso siempre estará ahí, en la cuesta de la plaza, en la otra esquina Del Olmo, en esas tertulias de las noches eternas que viven en la memoria. Es la mejor forma de que no abandone nunca nuestros recuerdo.