Ay Carmen ¡
Los veranos de los 60 en Blacos eran casi siempre una sucesión de trámites que se vestían de novedades y que provocaban un ambiente de excitación para los que pasaban todo el año allí. Y en ese tránsito de idea y vuelta, en mi memoria se ha mantenido siempre la llegada de Carmen y Protasio a la casa del rincón, en la que todavía vivía la abuela Bernardina. Al principio solo eran cuatro los que llegaba, Carmen, Tasio, Raúl y Ricardo. Años después casi tenían que alquilar el autobús de Gonzalo Ruiz para llegar a Blacos, porque la familia crecía sin desmayo. Algunas veces tampoco podía venir Tasio y llegaba sola Carmen con la prole, que llenaba el rincón de alegría, de gritos y de verano. Ella me decía que cuando era pequeño era un niño que estaba todo el día llorando y llamando a la mama. Y me lo dijo hasta cuando ya quedaban pocos hilos que conectaran su cabeza con su memoria. Ya eran hilos sueltos, perdidos, desaparecidos, pero Carmen se agarraba a la realidad con el mismo ímpetu con el que se agarraba a la vida, hasta cuando la vida se negó a compartir nada con ella, le dio la espalda con esa perversidad y esa miseria traumática con la que a veces paga a los que no han hecho nada para merecer ese desprecio. Porque Carmen era generosa con todo, no regateaba ningún esfuerzo para mejorar la felicidad de los que la rodeábamos. Cuando llegaban esos veranos, con ella viajaba un soplo vital, una energía por vivir que se hacía contagiosa. Y sobre todo traía un sentido del humor, unas ganas de reírse de la necesidad, que se hacía contagiosa, y mientras ella estaba en el pueblo todos éramos más felices.
Cada mañana, cada tarde y sobre todo cada noche, a la sombra del rincón oficiaba su liturgia más disparatada y se convertía en el centro de atención sin impostura alguna. En ella todo era natural. Pero su gracia era torrencial, una DANA permanente que obligaba a más de uno a guarecerse cerca del baño para acabar meándose de risa.
Se enfadaba? Sí; pero hasta cuando se enfadaba provocaba un coro de carcajadas a su alrededor. Como el día que Rubén era muy pequeño, pero un tragaldabas. Carmen compró tartas de chicharro al panadero. Y para que no se se las comiera nada más verla las escondió en el tambor del jabón de la lavadora. Rubén tardó menos en encontrarlas que Carmen en contarlo. Y cuando salía el chaval comiendo tarta por la puerta, Carmen nos deleitó con la bronca más hilarante que he escuchado en mi vida.
Esta forma de ser, y otras muchas virtudes, hacían que el cariño fuera unánime en Blacos. Era una mujer que solo concitaba simpatías, y ella se lo ganaba cada día, cada verano y cada vez que se decidía a hacer algo para sumar y nunca para restar. Como aquella noche de la fiesta de agosto en que ella y su cuñada Visi se disfrazaron y se pasearon por la plaza como dos estrellas en busca de photo call.
Su casa, como su vida, siempre era parada y fonda. Las puertas siempre estaban abierta y nadie que las cruzara tenía prisa por irse porque no se sentía nunca un extraño.
Y una mujer con esa vitalidad, que se bebía la vida a bocanadas, era capaz de reinventarse cada vez que lo necesitaba, o los años le dibujaban nuevos perfiles. De repente se convirtió en pintora, y no creo que nadie dude de que lo iba a hacer bien, como todo. Necesitaba actividad y la encontró entre los pinceles. Eso era suficiente. El entusiasmos, el interés y la capacidad ya lo llevaba ella de serie.
Después el lienzo comenzó a tener vacíos, la inspiración se borraba y los pinceles no encontraban las formas que quería plasmar. El silencio fue escondiendo los ruidos, y las soledades interiores eran marejadas de olvidos, barreras que surgían insobornables entre ella y nosotros. Nada fue fácil, ni los comienzos ni el final. Pero los principios contaban con el volcán de sus ganas y el final solo le ofreció una tela blanca, y sin pinturas con las que darle lustre y color.
Ay Carmen, el dolor por tu despedida es de esos que se instalan en el alma y que no se calman con ningún tipo de consuelo. Entre el vigor de tus veranos de llegada y la pena por tu despedida, ha quedado entre nosotros un mundo de sensaciones, de experiencias, de felicidad, y de un cariño que nunca podrán arrastrar las que a veces barren la memoria. Han sido días de gloria, noches de blanco satén…en fin toda una vida en la que hemos ido durante muchos años de la mano hasta el precipicio de tu bondad. Ahora en ese otro lado del camino seguro que habrá otro rincón, que no lo tendrás que buscar porque allí habrá un hueco al lado de Tasio, al lado de Gildo, al lado de Jesús
Ay Carmen, que tristeza
Los veranos de los 60 en Blacos eran casi siempre una sucesión de trámites que se vestían de novedades y que provocaban un ambiente de excitación para los que pasaban todo el año allí. Y en ese tránsito de idea y vuelta, en mi memoria se ha mantenido siempre la llegada de Carmen y Protasio a la casa del rincón, en la que todavía vivía la abuela Bernardina. Al principio solo eran cuatro los que llegaba, Carmen, Tasio, Raúl y Ricardo. Años después casi tenían que alquilar el autobús de Gonzalo Ruiz para llegar a Blacos, porque la familia crecía sin desmayo. Algunas veces tampoco podía venir Tasio y llegaba sola Carmen con la prole, que llenaba el rincón de alegría, de gritos y de verano. Ella me decía que cuando era pequeño era un niño que estaba todo el día llorando y llamando a la mama. Y me lo dijo hasta cuando ya quedaban pocos hilos que conectaran su cabeza con su memoria. Ya eran hilos sueltos, perdidos, desaparecidos, pero Carmen se agarraba a la realidad con el mismo ímpetu con el que se agarraba a la vida, hasta cuando la vida se negó a compartir nada con ella, le dio la espalda con esa perversidad y esa miseria traumática con la que a veces paga a los que no han hecho nada para merecer ese desprecio. Porque Carmen era generosa con todo, no regateaba ningún esfuerzo para mejorar la felicidad de los que la rodeábamos. Cuando llegaban esos veranos, con ella viajaba un soplo vital, una energía por vivir que se hacía contagiosa. Y sobre todo traía un sentido del humor, unas ganas de reírse de la necesidad, que se hacía contagiosa, y mientras ella estaba en el pueblo todos éramos más felices.
Cada mañana, cada tarde y sobre todo cada noche, a la sombra del rincón oficiaba su liturgia más disparatada y se convertía en el centro de atención sin impostura alguna. En ella todo era natural. Pero su gracia era torrencial, una DANA permanente que obligaba a más de uno a guarecerse cerca del baño para acabar meándose de risa.
Se enfadaba? Sí; pero hasta cuando se enfadaba provocaba un coro de carcajadas a su alrededor. Como el día que Rubén era muy pequeño, pero un tragaldabas. Carmen compró tartas de chicharro al panadero. Y para que no se se las comiera nada más verla las escondió en el tambor del jabón de la lavadora. Rubén tardó menos en encontrarlas que Carmen en contarlo. Y cuando salía el chaval comiendo tarta por la puerta, Carmen nos deleitó con la bronca más hilarante que he escuchado en mi vida.
Esta forma de ser, y otras muchas virtudes, hacían que el cariño fuera unánime en Blacos. Era una mujer que solo concitaba simpatías, y ella se lo ganaba cada día, cada verano y cada vez que se decidía a hacer algo para sumar y nunca para restar. Como aquella noche de la fiesta de agosto en que ella y su cuñada Visi se disfrazaron y se pasearon por la plaza como dos estrellas en busca de photo call.
Su casa, como su vida, siempre era parada y fonda. Las puertas siempre estaban abierta y nadie que las cruzara tenía prisa por irse porque no se sentía nunca un extraño.
Y una mujer con esa vitalidad, que se bebía la vida a bocanadas, era capaz de reinventarse cada vez que lo necesitaba, o los años le dibujaban nuevos perfiles. De repente se convirtió en pintora, y no creo que nadie dude de que lo iba a hacer bien, como todo. Necesitaba actividad y la encontró entre los pinceles. Eso era suficiente. El entusiasmos, el interés y la capacidad ya lo llevaba ella de serie.
Después el lienzo comenzó a tener vacíos, la inspiración se borraba y los pinceles no encontraban las formas que quería plasmar. El silencio fue escondiendo los ruidos, y las soledades interiores eran marejadas de olvidos, barreras que surgían insobornables entre ella y nosotros. Nada fue fácil, ni los comienzos ni el final. Pero los principios contaban con el volcán de sus ganas y el final solo le ofreció una tela blanca, y sin pinturas con las que darle lustre y color.
Ay Carmen, el dolor por tu despedida es de esos que se instalan en el alma y que no se calman con ningún tipo de consuelo. Entre el vigor de tus veranos de llegada y la pena por tu despedida, ha quedado entre nosotros un mundo de sensaciones, de experiencias, de felicidad, y de un cariño que nunca podrán arrastrar las que a veces barren la memoria. Han sido días de gloria, noches de blanco satén…en fin toda una vida en la que hemos ido durante muchos años de la mano hasta el precipicio de tu bondad. Ahora en ese otro lado del camino seguro que habrá otro rincón, que no lo tendrás que buscar porque allí habrá un hueco al lado de Tasio, al lado de Gildo, al lado de Jesús
Ay Carmen, que tristeza
Precioso y emotivo, los recuerdos que tú guardas Alejandro, de nuestra madre.
Me consta, que en la misma medida, si no más, que ella lleno de luz y alegría ese entrañable rincón de la Plaza, encontró cobijo, cariño y amor en cada puerta de ese bendito lugar que para ella fue Blancos.
Muchas gracias Alejandro por quererla así y un beso muy fuerte, para todos, de parte esta agradecida familia.
Me consta, que en la misma medida, si no más, que ella lleno de luz y alegría ese entrañable rincón de la Plaza, encontró cobijo, cariño y amor en cada puerta de ese bendito lugar que para ella fue Blancos.
Muchas gracias Alejandro por quererla así y un beso muy fuerte, para todos, de parte esta agradecida familia.