Juliana, una roca en el océano
Tú eres el huracán y yo la alta torre que desafía su poder
Tenías que estrellarte o abatirme
No pudo ser
Tú eras el océano y yo la enhiesta roca que firme aguarda su vaivén
Tenías que romperte o que arrancarme
No pudo ser
Hermosa tú, yo altivo, acostumbrado uno a arrollar y la otra a no ceder
La senda estrecha hace inevitable el choque
No pudo ser
De haber coincidido en la vida, Becquer se podría haber inspirado perfectamente en Juliana para escribir esta rima. Porque Juliana en sus 90 años de vida fue una roca, a merced de un océano que la empujó a entablar una batalla diaria con la vida. En la imagen de abajo se aprecia en ella una mirada llena de optimismo e ilusión, un gesto de reto ante los años que quedaban por vivir. La mirada alegre y llena de felicidad fueron sus pocas armas para enfrentarse a esa batalla diaria a la que la empujo el destino. Juliana lucho durante toda su vida a pecho descubierto y, como en toda batalla, aunque nunca hubo rendición, poco a poco empezaron a aparecer grietas, heridas en esa roca siempre sometida a los vientos y tempestades. Nadie puede salir indemne en una lucha diaria, exigente e inclemente.
La primera herida sangrante la recibió aquel día de verano que se tiñó de la sangre inocente, pero audaz, de un niño pequeño que había empezado a ser hombre antes de tiempo. A partir de ahí Juliana se sometió a un estrés diario. Mientras los chicos y chicas de la edad de sus hijos jugábamos a ser chicos, los suyos se encaramaban a un tractor o a una cosechadora y sacrificaban su juventud por la necesidad familiar. Y ella, como madre que amaba a sus hijos, sufría ante la zozobra de un peligro que veía por todas partes. Y las facturas no esperaban nunca vencimiento. Su roca, mecida por tormentas y tempestades, seguía supurando por cada esquina. El sufrimiento también dejaba huellas cada vez más visibles y cada vez más profundas.
Pero en el fondo de esa roca latía un corazón desbocado, siempre pendiente de todo, siempre insaciable del amor y cariño hacia los suyos. Rebosante de bondad, como se podía leer en el sabor amargo de las lagrimas de los suyos ayer en la despedida a las puertas de la iglesia de Blacos.
Una despedida que nos deja más huérfanos a toda una generación que comenzamos a vivir la ausencia de nuestros padres. Y también una despedida de una generación que ha sido el referente de nuestra vida y de la vida del pueblo durante muchos años. Una despedida que a mí personalmente me hunde también en la nostalgia, porque Juliana falleció el mismo día que lo hizo mi madre unos cuantos años antes. El 25 de julio debe ser una buena fecha para iniciar viaje.
Cuídate, Juliana porque ni siquiera las rocas son eternas.
Tú eres el huracán y yo la alta torre que desafía su poder
Tenías que estrellarte o abatirme
No pudo ser
Tú eras el océano y yo la enhiesta roca que firme aguarda su vaivén
Tenías que romperte o que arrancarme
No pudo ser
Hermosa tú, yo altivo, acostumbrado uno a arrollar y la otra a no ceder
La senda estrecha hace inevitable el choque
No pudo ser
De haber coincidido en la vida, Becquer se podría haber inspirado perfectamente en Juliana para escribir esta rima. Porque Juliana en sus 90 años de vida fue una roca, a merced de un océano que la empujó a entablar una batalla diaria con la vida. En la imagen de abajo se aprecia en ella una mirada llena de optimismo e ilusión, un gesto de reto ante los años que quedaban por vivir. La mirada alegre y llena de felicidad fueron sus pocas armas para enfrentarse a esa batalla diaria a la que la empujo el destino. Juliana lucho durante toda su vida a pecho descubierto y, como en toda batalla, aunque nunca hubo rendición, poco a poco empezaron a aparecer grietas, heridas en esa roca siempre sometida a los vientos y tempestades. Nadie puede salir indemne en una lucha diaria, exigente e inclemente.
La primera herida sangrante la recibió aquel día de verano que se tiñó de la sangre inocente, pero audaz, de un niño pequeño que había empezado a ser hombre antes de tiempo. A partir de ahí Juliana se sometió a un estrés diario. Mientras los chicos y chicas de la edad de sus hijos jugábamos a ser chicos, los suyos se encaramaban a un tractor o a una cosechadora y sacrificaban su juventud por la necesidad familiar. Y ella, como madre que amaba a sus hijos, sufría ante la zozobra de un peligro que veía por todas partes. Y las facturas no esperaban nunca vencimiento. Su roca, mecida por tormentas y tempestades, seguía supurando por cada esquina. El sufrimiento también dejaba huellas cada vez más visibles y cada vez más profundas.
Pero en el fondo de esa roca latía un corazón desbocado, siempre pendiente de todo, siempre insaciable del amor y cariño hacia los suyos. Rebosante de bondad, como se podía leer en el sabor amargo de las lagrimas de los suyos ayer en la despedida a las puertas de la iglesia de Blacos.
Una despedida que nos deja más huérfanos a toda una generación que comenzamos a vivir la ausencia de nuestros padres. Y también una despedida de una generación que ha sido el referente de nuestra vida y de la vida del pueblo durante muchos años. Una despedida que a mí personalmente me hunde también en la nostalgia, porque Juliana falleció el mismo día que lo hizo mi madre unos cuantos años antes. El 25 de julio debe ser una buena fecha para iniciar viaje.
Cuídate, Juliana porque ni siquiera las rocas son eternas.