La Aurora boreal
Hubo muchos agostos en los que solo tenía que ir a Blacos para ver la Aurora boreal. Luminosa, nítida, cálida y llena de luz y color, como en los mejores otoños de Noruega, pero sin necesidad de moverme de mi propia casa. El fenómeno se producía en cuanto mi tía Aurora entraba por la puerta, en una mano la maleta y en la otra la olla expres de las delicatessen de cada día. Era superar el umbral y la casa se encendía de una luz incandescente, de un brillo especial y de una serie de matices de amor, cariño, familiaridad y cercanía de las que sólo ella tenía la llave. No necesitaba alardes, era suficiente con su sencillez y humildad. Desde que nos saludaba con esa sonrisa inigualable la casa de la plaza era un foco de brillo permanente, un juego de colores incalificables más allá de ese carisma que sólo acompañaba a los seres de luz como mi tía Aurora, la madre de Mari Carmen, Maribel y Montse y la suegra entre otros del Baraka.
Aurora reflejaba en sus ojos esa tranquilidad tan necesaria para poner orden en la casa de locos que la rodeábamos. Se movía como si flotara en nuestras vidas, sin fuerza, pero con un tesón que siempre doblegaba cualquier adversidad. La única que se le resistió en su vuelo grácil por las cuatro paredes de la plaza fue la barrera del sonido que la dejó indefensa en el lado silencioso de la vida, y provocó el único lamento que le oímos en todos sus años. No era suficiente con vernos, querernos y acariciarnos con esa sonrisa de seda. Necesitaba oírnos, pero se tuvo que conformar con adivinar el timbre de nuestras voces. Fue un obstáculo más de los que se empeñó la vida en regalarle pero su fuerza arrasaba con las dificultades terrenales. También venció con éxito a las celestiales, cuando su marido Manolo emprendió sus último viaje y la dejó sola en la tarea de sacar adelante a sus tres hijas y mantener una familia unida. Si nos fijamos en la fotografía tampoco tuvo excesivas dificultades en superar con éxito la prueba.
Su imperio se extendía por toda la casa, pero su reino estaba en la cocina. Allí oficiaba sus mejores artes culinarios, que eran de una variedad y de una calidad inagotables. Pero a veces echaba mano de su artesanía más refinada y nos cocinaba unas croquetas que quitaban todos los sentidos. Era su plato estrella y sobrevolaba a años luz de todas las estrellas michelín del universo gastronómico. Nos ganaba por el estomago y nos enamoraba con el corazón. Y todo con esa sencillez que solo manejan los que viven en los planetas de los elegidos. Era tal su naturalidad que hasta conseguía endulzar el carácter siempre áspero de mi madre, que también se rendía a ese ciclón de ternura que era su cuñada.
Nosotros también manteníamos nuestros propios rituales, y la noche era una fiesta en sesión continua. Pero siempre volvíamos al amanecer, con la esperanza de ver un día más la Aurora boreal que iluminaba nuestra casa e iluminaba nuestras vidas con un calor y un color que creíamos eternos. Pero no, de repente se apagó la luz, se escurrió el brillo por la penumbra y nos sumió a todos en la oscuridad del dolor y de la despedida. Menos mal, tía Aurora, que nos queda el recuerdo y el cariño para no dejar que se apague nunca esa Aurora boreal. Nunca viajaré a Noruega porque siempre estarás en mi corazón.
Hubo muchos agostos en los que solo tenía que ir a Blacos para ver la Aurora boreal. Luminosa, nítida, cálida y llena de luz y color, como en los mejores otoños de Noruega, pero sin necesidad de moverme de mi propia casa. El fenómeno se producía en cuanto mi tía Aurora entraba por la puerta, en una mano la maleta y en la otra la olla expres de las delicatessen de cada día. Era superar el umbral y la casa se encendía de una luz incandescente, de un brillo especial y de una serie de matices de amor, cariño, familiaridad y cercanía de las que sólo ella tenía la llave. No necesitaba alardes, era suficiente con su sencillez y humildad. Desde que nos saludaba con esa sonrisa inigualable la casa de la plaza era un foco de brillo permanente, un juego de colores incalificables más allá de ese carisma que sólo acompañaba a los seres de luz como mi tía Aurora, la madre de Mari Carmen, Maribel y Montse y la suegra entre otros del Baraka.
Aurora reflejaba en sus ojos esa tranquilidad tan necesaria para poner orden en la casa de locos que la rodeábamos. Se movía como si flotara en nuestras vidas, sin fuerza, pero con un tesón que siempre doblegaba cualquier adversidad. La única que se le resistió en su vuelo grácil por las cuatro paredes de la plaza fue la barrera del sonido que la dejó indefensa en el lado silencioso de la vida, y provocó el único lamento que le oímos en todos sus años. No era suficiente con vernos, querernos y acariciarnos con esa sonrisa de seda. Necesitaba oírnos, pero se tuvo que conformar con adivinar el timbre de nuestras voces. Fue un obstáculo más de los que se empeñó la vida en regalarle pero su fuerza arrasaba con las dificultades terrenales. También venció con éxito a las celestiales, cuando su marido Manolo emprendió sus último viaje y la dejó sola en la tarea de sacar adelante a sus tres hijas y mantener una familia unida. Si nos fijamos en la fotografía tampoco tuvo excesivas dificultades en superar con éxito la prueba.
Su imperio se extendía por toda la casa, pero su reino estaba en la cocina. Allí oficiaba sus mejores artes culinarios, que eran de una variedad y de una calidad inagotables. Pero a veces echaba mano de su artesanía más refinada y nos cocinaba unas croquetas que quitaban todos los sentidos. Era su plato estrella y sobrevolaba a años luz de todas las estrellas michelín del universo gastronómico. Nos ganaba por el estomago y nos enamoraba con el corazón. Y todo con esa sencillez que solo manejan los que viven en los planetas de los elegidos. Era tal su naturalidad que hasta conseguía endulzar el carácter siempre áspero de mi madre, que también se rendía a ese ciclón de ternura que era su cuñada.
Nosotros también manteníamos nuestros propios rituales, y la noche era una fiesta en sesión continua. Pero siempre volvíamos al amanecer, con la esperanza de ver un día más la Aurora boreal que iluminaba nuestra casa e iluminaba nuestras vidas con un calor y un color que creíamos eternos. Pero no, de repente se apagó la luz, se escurrió el brillo por la penumbra y nos sumió a todos en la oscuridad del dolor y de la despedida. Menos mal, tía Aurora, que nos queda el recuerdo y el cariño para no dejar que se apague nunca esa Aurora boreal. Nunca viajaré a Noruega porque siempre estarás en mi corazón.