Este es el pandero con el que mi madre llevaba al
horno, sobre la cabeza, unos 25 kilos de masa con la que hacía sus hogazas de
pan para el gasto de
casa. Las hogazas en mi
pueblo Deza, siempre se hicieron de dos kilos de peso y de forma redondeada. Nunca se comía el pan tierno pues antes de empezar a
comer de la nueva hornada, había que acabar de consumir el que quedaba viejo durante lo menos dos jornadas. Se decía que el pan tierno y la leña verde, la casa pierden. Así que había que ser consecuentes con el refrán y nunca, salvo raras excepciones se empezaba el nuevo, recién traído. De todas maneras era otra especie de pan que el de ahora pues no se ponía duro y siempre estaba bueno, con aquellos grandes ojazos que lo hacían esponjoso y apetitoso. Yo me cortaba mi buen mendrugo para merendar y acompañándolo muchas veces con un cacho de tocino me iba corriendo a encontrar mis
amigos para jugar hasta que tocaran a las oraciones, que era el tope de permanencia fuera del hogar.
Las pobres mujeres deberían cargar con este peso dos veces, el día del amasijo: el de ida para llevar la masa y el de vuelta para traer el pan calentitio del horno y a menudo, les pillaba lejos y cuesta arriba. Y eso cada diez días aproximadamente. Pero, claro, no se terminaba aquí la faena pues había que llevar y traer del
lavadero, del mismo modo, el balde lleno de ropa. Y el cántaro de la
fuente. Y...
Un abrazo.