Quienes pasamos de los cincuenta recordamos aquellos días de toros, espectáculo que esperábamos durante todo el año, porque entonces eran muy pocas las maneras de romper la monotonía cuotidiana o que quizás ya, desde niños, sentíamos esa ancestral atracción que siempre ha tenido el hombre hacia el toro y el fuego. Cuando el ayuntamiento enviaba a quienes los iban a “ajustar”, ya comenzaba a provocarnos “el gusanillo” esperando día de la corrida. Venían de las ganaderías de Checa (Guadalajara) o de Tudela (Navarra) y, cuando llegaban al término de Deza, bien por la Vega Bajera o por la Vega Somera, era preceptivo ir a verlos guardando las distancias para comprobar su estampa y especular entre nosotros el juego que darían en la plaza. Uno de aquellos años, llegó un pariente de Madrid con sus amigos y se acercaron demasiado con objeto de hacerles unas fotos; el mayoral les advirtió que no se aproximaran mucho por si provocaban o asustaban a los novillos, pero ellos hicieron caso omiso y, al disparar las cámaras desde detrás del carrizo de la acequia, los toros se asustaron y comenzaron a correr espantados junto con los cabestros sembrando el terror por toda la vega. En el pueblo cundió el pánico y las madres nos prohibieron salir de casa temiendo que nos tropezáramos con ellos en cualquier lugar hasta que, pasados dos días, los pastores pudieron reducirlos y reunirlos de nuevo.
Pero el pueblo se iba llenando de colorido conforme se acercaba el 15 de Septiembre; los mozos a quienes les había correspondido zofra, transportaban sobre sus hombros pesados maderos desde la posada vieja hasta la plaza de toros para colocarlos sobre los toriles donde, una vez cubiertos con tablas afianzadas por el carpintero, servirían como palco para las autoridades y los músicos, mientras otros colocaban los burladeros y unas puertas con travesaños que, apoyadas en la pared de la plaza, servirían de defensa. Algunas cuadrillas de amigos se afanaban en preparar los entablados rodeando la plaza con improvisados andamios. Durante aquellos días los chiquillos, naturalmente, solo jugábamos a los toros y toreros.
Llegaba el día del festejo que comenzaba con el encierre matutino. Se probaban los toros, se les daba unos capotazos y se ensogaban para introducirlos en los toriles.
Pero el momento cumbre era la corrida. Cuando se escuchaba el primer cohete, significaba que los toreros y la banda de música salían de la plaza Mayor y se dirigían a la de toros. Alrededor del coso taurino crecía el murmullo y el entusiasmo. Se saludaba a gritos al pariente que llegó desde la ciudad o al amigo del pueblo cercano que acudía a la fiesta.
Los aficionados que pensaban intervenir activamente en la corrida, se colocaban en lugares estratégicos para saltar a la plaza y, en muchas ocasiones, los padres, hijos y hermanos se enfrentaban entre si por apoderarse de una manta para dar unos capotazos, persiguiéndose por el ruedo provocando la hilaridad del público.
El paseillo constituía un ritual: abría la marcha un jinete en caballo alazano, que solía ser el del molinero, al que seguían los toreros y el mayoral de la ganadería vestidos de corto. Les seguía la banda de Torrijo con el maestro Minguijón al frente; todo muy festivo: era divertido verlos distribuirse por el ruedo formando la figura de un avión, soplando con todas sus fuerzas atacando el pasodoble del Gallo, mientras Manolo les seguía con el botijo.
La plaza vibraba mientras el caballo daba las preceptivas vueltas haciendo el despeje a galope por el ruedo, y el jinete atrapaba las llaves de los toriles que le arrojaba el alcalde.
Fueron varias las cuadrillas de toreros que actuaron en Deza, pero a quien más recuerdo es a los hermanos Relojeros: Fermín y Agustín Antón- como rezaban los carteles-, a quienes acompañaba su padre como mozo de espadas. Pobre señor, qué mal lo pasaba cuando sus hijos rodaban por el suelo o eran abucheados por el público. En Deza siempre hubo mucha y buena afición y participación; había gran número de espontáneos que, en cualquier momento se arrojaban al ruedo a dar unos capotazos al morlaco, colocarle una banderilla o, simplemente, la boina.
El público lo pasábamos bien y, cuando había buena faena, exigíamos música:
Música señor maestro
le venimos a pedir,
que la gente de este pueblo
nos queremos divertir.
Entonces, el maestro Minguijón, enarbolaba la batuta y la emprendía con el aquel vals que coreábamos todos y que decía: A la Pilarica, le ha pillado el toro, etc…. cuando llegaba el estribillo, dábamos las palmas de rigor como si se tratara de la marcha de Radetzky.
Un saludo
Pero el pueblo se iba llenando de colorido conforme se acercaba el 15 de Septiembre; los mozos a quienes les había correspondido zofra, transportaban sobre sus hombros pesados maderos desde la posada vieja hasta la plaza de toros para colocarlos sobre los toriles donde, una vez cubiertos con tablas afianzadas por el carpintero, servirían como palco para las autoridades y los músicos, mientras otros colocaban los burladeros y unas puertas con travesaños que, apoyadas en la pared de la plaza, servirían de defensa. Algunas cuadrillas de amigos se afanaban en preparar los entablados rodeando la plaza con improvisados andamios. Durante aquellos días los chiquillos, naturalmente, solo jugábamos a los toros y toreros.
Llegaba el día del festejo que comenzaba con el encierre matutino. Se probaban los toros, se les daba unos capotazos y se ensogaban para introducirlos en los toriles.
Pero el momento cumbre era la corrida. Cuando se escuchaba el primer cohete, significaba que los toreros y la banda de música salían de la plaza Mayor y se dirigían a la de toros. Alrededor del coso taurino crecía el murmullo y el entusiasmo. Se saludaba a gritos al pariente que llegó desde la ciudad o al amigo del pueblo cercano que acudía a la fiesta.
Los aficionados que pensaban intervenir activamente en la corrida, se colocaban en lugares estratégicos para saltar a la plaza y, en muchas ocasiones, los padres, hijos y hermanos se enfrentaban entre si por apoderarse de una manta para dar unos capotazos, persiguiéndose por el ruedo provocando la hilaridad del público.
El paseillo constituía un ritual: abría la marcha un jinete en caballo alazano, que solía ser el del molinero, al que seguían los toreros y el mayoral de la ganadería vestidos de corto. Les seguía la banda de Torrijo con el maestro Minguijón al frente; todo muy festivo: era divertido verlos distribuirse por el ruedo formando la figura de un avión, soplando con todas sus fuerzas atacando el pasodoble del Gallo, mientras Manolo les seguía con el botijo.
La plaza vibraba mientras el caballo daba las preceptivas vueltas haciendo el despeje a galope por el ruedo, y el jinete atrapaba las llaves de los toriles que le arrojaba el alcalde.
Fueron varias las cuadrillas de toreros que actuaron en Deza, pero a quien más recuerdo es a los hermanos Relojeros: Fermín y Agustín Antón- como rezaban los carteles-, a quienes acompañaba su padre como mozo de espadas. Pobre señor, qué mal lo pasaba cuando sus hijos rodaban por el suelo o eran abucheados por el público. En Deza siempre hubo mucha y buena afición y participación; había gran número de espontáneos que, en cualquier momento se arrojaban al ruedo a dar unos capotazos al morlaco, colocarle una banderilla o, simplemente, la boina.
El público lo pasábamos bien y, cuando había buena faena, exigíamos música:
Música señor maestro
le venimos a pedir,
que la gente de este pueblo
nos queremos divertir.
Entonces, el maestro Minguijón, enarbolaba la batuta y la emprendía con el aquel vals que coreábamos todos y que decía: A la Pilarica, le ha pillado el toro, etc…. cuando llegaba el estribillo, dábamos las palmas de rigor como si se tratara de la marcha de Radetzky.
Un saludo
Me ha encantado tu colaboración sobre los toros de Deza, por el contenido y por la forma de expresarlo. Además, utilizas el rico vocabulario de la tierra soriana cuando, por ejemplo, utilizas la palabra zofra. Zofra, azofra, hacenderas o cenderas viene a designar lo mismo: el hondo sentido democrático de nuestros pueblos de repartirse el trabajo vecinal o del común. Nuestra Academia de la Lengua dice así de azofra, en una de sus acepciones, la que tú usas: "Servicio personal obligatorio exigido por la ley a los vecinos de un pueblo para obras o servicios de utilidad común." Yo añadiría que es la ley no escrita o consuetudinaria de nuestros pueblos. Un saludo.