Si Don Hilarión levantara la cabeza, seguro que repetiría asombrado aquella frase que le hizo famoso, según el libreto de Ricardo de la Vega, al que el maestro Bretón le puso música en La verbena de la Paloma: “hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad…...”
Y voy a tratar de comentar, de un modo objetivo, un ejemplo del abismo que media entre las costumbres, la humanidad entre personas y los avances de la ciencia, en lo que se refiere a dos viajes con igual destino: uno hace cuarenta años y otro la pasada semana.
La historia comenzaría en la plaza de Deza donde un mozo de dieciocho años se despide de su familia. Marcha para Madrid a trabajar en a una dependencia del gobierno como interino; mientras tratará de preparar las oposiciones para aspirar a la plaza como funcionario de carrera. Son las dos y media de la tarde y el Tardío toca por última vez el claxon de la “rubia”, para avisar a los posibles rezagados. Por si alguien no lo sabe, en España llamábamos "rubia" a cualquier coche de turismo, sin importar la marca, que tuviera de madera la parte trasera de la carrocería.
Después de dejar bien atada la maleta de cartón en la baca, unos abrazos a los padres y hermanos y en marcha. La carretera es de macadán y está llena de baches, en Cihuela recogemos un nuevo viajero, al pasar por Embid unos toques de claxon para espantar a las gallinas que campan por el centro de la travesía y el trayecto se hace interminable. Por fin le dejan en la sala de espera de la estación de Alhama donde debe sacar billete para el correo de las seis. Estamos en Noviembre, anochece pronto y la niebla se va extendiendo por la vega, cuando se escucha el pitido de la locomotora de vapor que llega resoplando como un monstruo entre estruendos y bufidos.
Y voy a tratar de comentar, de un modo objetivo, un ejemplo del abismo que media entre las costumbres, la humanidad entre personas y los avances de la ciencia, en lo que se refiere a dos viajes con igual destino: uno hace cuarenta años y otro la pasada semana.
La historia comenzaría en la plaza de Deza donde un mozo de dieciocho años se despide de su familia. Marcha para Madrid a trabajar en a una dependencia del gobierno como interino; mientras tratará de preparar las oposiciones para aspirar a la plaza como funcionario de carrera. Son las dos y media de la tarde y el Tardío toca por última vez el claxon de la “rubia”, para avisar a los posibles rezagados. Por si alguien no lo sabe, en España llamábamos "rubia" a cualquier coche de turismo, sin importar la marca, que tuviera de madera la parte trasera de la carrocería.
Después de dejar bien atada la maleta de cartón en la baca, unos abrazos a los padres y hermanos y en marcha. La carretera es de macadán y está llena de baches, en Cihuela recogemos un nuevo viajero, al pasar por Embid unos toques de claxon para espantar a las gallinas que campan por el centro de la travesía y el trayecto se hace interminable. Por fin le dejan en la sala de espera de la estación de Alhama donde debe sacar billete para el correo de las seis. Estamos en Noviembre, anochece pronto y la niebla se va extendiendo por la vega, cuando se escucha el pitido de la locomotora de vapor que llega resoplando como un monstruo entre estruendos y bufidos.
El muchacho coge la maleta de cartón y sube a un vagón de tercera donde todo es de madera: los duros asientos de listones, las repisas sobre los viajeros para dejar los equipajes, y todo cuanto rodea a los ocho o diez viajeros apretujados en cada compartimiento.
Como es la primera vez que sale de casa, todo le asombra: el agudo pitido del tren, el jaleo y los empujones de la gente en los pasillos, la visita del revisor picando los billetes, los sonidos metálicos al ser golpeadas las ruedas con aquellos martillos de mango largo en Arcos de Jalón, así como los gritos de las despedidas y los ajetreos de las estaciones. Entabla conversación con los viajeros del compartimiento, primero con timidez y después con la familiaridad propia de las personas sencillas que viajan en tercera; se habla del tiempo, de los pueblos, de las costumbres e incluso se comparte algún bocacillo. El viaje desata la imaginación, pero es pesado e incómodo en esos asientos que se clavan en las posaderas, con el olor del habitáculo cerrado, con la inercia de los frenazos al llegar a las estaciones, el llorar de los niños…y no se te ocurra acercarte al lavabo: has de recorrer el pasillo apretando a la gente, está sucio y las puertas no cierran. En Alcalá, los vendedores de almendras garrapiñadas, ofrecen su mercancía desde el otro lado de la ventanilla.
Tras seis horas de viaje, llega por fin a Madrid, coge su maleta de cartón y busca una pensión en los alrededores de Atocha para hospedarse provisionalmente hasta que encuentre una definitiva.
Como es la primera vez que sale de casa, todo le asombra: el agudo pitido del tren, el jaleo y los empujones de la gente en los pasillos, la visita del revisor picando los billetes, los sonidos metálicos al ser golpeadas las ruedas con aquellos martillos de mango largo en Arcos de Jalón, así como los gritos de las despedidas y los ajetreos de las estaciones. Entabla conversación con los viajeros del compartimiento, primero con timidez y después con la familiaridad propia de las personas sencillas que viajan en tercera; se habla del tiempo, de los pueblos, de las costumbres e incluso se comparte algún bocacillo. El viaje desata la imaginación, pero es pesado e incómodo en esos asientos que se clavan en las posaderas, con el olor del habitáculo cerrado, con la inercia de los frenazos al llegar a las estaciones, el llorar de los niños…y no se te ocurra acercarte al lavabo: has de recorrer el pasillo apretando a la gente, está sucio y las puertas no cierran. En Alcalá, los vendedores de almendras garrapiñadas, ofrecen su mercancía desde el otro lado de la ventanilla.
Tras seis horas de viaje, llega por fin a Madrid, coge su maleta de cartón y busca una pensión en los alrededores de Atocha para hospedarse provisionalmente hasta que encuentre una definitiva.
Aquel muchacho que salió de Deza hace cuarenta y cuatro años y que hubo de emplear seis horas en el viaje, vuelve a Madrid desde una ciudad cien kilómetros más lejana que su pueblo, convertido ya en abuelo. Había sacado el billete por Internet a cuenta de su tarjeta de crédito, y solamente tiene que acercarse a la estación y subirse al AVE. En la puerta una bonita moza uniformada le da la bienvenida con una sonrisa. El viajero lleva únicamente un pequeño maletín con un ordenador portátil para escribir durante el trayecto. El vagón resulta de lo más confortable: moquetas, visillos, agradable calefacción, asientos reclinables, buena luz y mucho espacio. Apenas el tren se pone en marcha, otra moza le pregunta por el periódico que desea, otra vendrá a ofrecerle auriculares para escuchar la película que va a comenzar. Transcurridos diez minutos, le preguntarán como quiere el desayuno, zumo, café, etc. Allí nadie conversa con nadie, todo es distante y alienado, alguna mirada de soslayo y ni un saludo; cada uno va a lo suyo. Sin darse apenas cuenta, en poco más de hora y cuarto llega a Atocha. Contempla la nueva estación y la compara con aquella a la que arribó hace mucho tiempo y a la que solía acudír cuando esperaba a algún familiar. No se parece en nada. Cuando quiere desplazarse desde Atocha a Chamartín, como el precio va incluido en el billete, ha de acercarse a una consola, poner el dedo y activarla, pasar el código de barras que lleva el billete y teclear un número de varios dígitos para que le sea expendido otro billete. En Chamartín ha de buscar otra máquina para el billete del metro, cuyo importe es unas doscientas veces más caro que el que le vendían en taquilla hace cuarenta años.
Cumplido el objetivo del viaje, vuelta a la inversa: el metro hasta Chamartín, cercanías hasta Atocha, consolas digitales, gente con prisas, anuncios, carritos con maletas y otra vez al tren rumbo a su ciudad. En la puerta del vagón le vuelve a saludar la moza, se acomoda en su asiento y justamente a la hora que señala el billete, parte de regreso. Cuando el tren se pone en marcha, la misma rutina, el periódico, los auriculares, y la carta para la comida. Una vez elegida se la sirven y hay que apresurarse a comer porque, en hora y cuarto, llegarás a la ciudad de destino. El viajero elige un buen vino de Rioja y, para después de comer, un Chivas; todo va incluido en el billete.
Como digo al principio el bueno de Don Hilarión se asombraría de la barbaridad de los adelantos de estos tiempos, aunque quizás añoraría la falta de humanidad y convivencia.
Un saludo
Cumplido el objetivo del viaje, vuelta a la inversa: el metro hasta Chamartín, cercanías hasta Atocha, consolas digitales, gente con prisas, anuncios, carritos con maletas y otra vez al tren rumbo a su ciudad. En la puerta del vagón le vuelve a saludar la moza, se acomoda en su asiento y justamente a la hora que señala el billete, parte de regreso. Cuando el tren se pone en marcha, la misma rutina, el periódico, los auriculares, y la carta para la comida. Una vez elegida se la sirven y hay que apresurarse a comer porque, en hora y cuarto, llegarás a la ciudad de destino. El viajero elige un buen vino de Rioja y, para después de comer, un Chivas; todo va incluido en el billete.
Como digo al principio el bueno de Don Hilarión se asombraría de la barbaridad de los adelantos de estos tiempos, aunque quizás añoraría la falta de humanidad y convivencia.
Un saludo
A buenas horas puedo abrirme un hueco para entrar en el foro. Hay ocasiones que no te queda tiempo ni para rascarte. Terminas el trabajo, comes, acudes a un curso de perfeccionamiento sobre tu trabajo -a la fuerza ahorcan, qué remedio- porque como muy bien dicen el amigo pefeval "los tiempos adelantan que es una barbaridad", y luego "deberes" y otros "deberes" de tu propio trabajo y... contradiciendo el refranero, para entrar aquí, aunque sea brevemente, tienes que dejar algo para mañana de lo que podrías hacer hoy.
Porque hoy, ahora hace un instante, he disfrutado leyendo estos relatos. Habéis apostado por la calidad y apesar de ser tan pocos los que arriman el hombro no podéis quejaros, dezanos: 2.057 visitas ayer no están nada mal. El abuelo, pefeval, etc. sembraron y bien, y otros como José-Luis y quien suscribe hemos arimado también el hombro.
(Comparaciones aparte, el de la capital es difícil que levante cabeza pues se pueden contar los colaboradores con la mano, y sobran dedos. Lógico, por otra parte, porque las ciudades tienen otros foros y bastantes medios de comunicación.)
Un saludo.
Porque hoy, ahora hace un instante, he disfrutado leyendo estos relatos. Habéis apostado por la calidad y apesar de ser tan pocos los que arriman el hombro no podéis quejaros, dezanos: 2.057 visitas ayer no están nada mal. El abuelo, pefeval, etc. sembraron y bien, y otros como José-Luis y quien suscribe hemos arimado también el hombro.
(Comparaciones aparte, el de la capital es difícil que levante cabeza pues se pueden contar los colaboradores con la mano, y sobran dedos. Lógico, por otra parte, porque las ciudades tienen otros foros y bastantes medios de comunicación.)
Un saludo.