Hubo un tiempo en que en Deza abundaban las viñas. Yo recuerdo aquellas largas temporadas de vendimia en el llano del Pedrooso, del Caminegro o del Palancar, cuando el cierzo y el ábrego porfiaban con fuerza y la lluvia o la nieve te aterían el cuerpo y, con las manos inmovilizadas por el frío, porque entonces nadie llevaba guantes, tratabas de cortar los racimos con aquellos gañivetes de punta retorcida. Hubo un año en que, después de casi dos horas de camino, llegabas a la viña, preparabas los cuévanos en los campales y comenzabas a cortar. Entonces aparecía la lluvia y debías cobijarte en la pequeña cabaña de adobe donde, con otros vendimiadores de las viñas cercanas al mojón, tratabas de prender fuego a una hoguera con sarmientos húmedos que te impregnaban de olor a humo, un olor que se pegaba al cuerpo y del que era muy difícil desprenderse. Y así el día siguiente, y el otro…Largos temporales de lluvias que eran frecuentes entonces como lo puede corroborar cualquiera que pase de los cincuenta. Allí nos comíamos el contenido de la fiambrera, buscábamos las cepas de moscatel para el postre y permanecíamos hasta la hora de regresar a casa, frustrados porque aquel día no nos pagarían los diez duros del jornal.
A pesar de la penosidad de aquellos duros trabajos físicos, a pesar de la carencia de tantas cosas, siempre cantábamos; como si cantando nos olvidáramos de las penalidades. Cantábamos en el camino hacía el tajo, cantábamos en el trabajo y, sobre todo, cantábamos cuando estábamos próximos a dar de mano:
Ya se está poniendo el sol
ya hacen sombra los terrones.
Ya se entristecen los amos,
ya se alegran los peones.
O aquella otra:
Ya se está poniendo el sol,
ya se podía haber puesto,
que pa’l jornal que ganamos
no es menester tanto tiempo.
Los días de vendimia anochecían pronto y estábamos deseosos de llegar a casa, quitarnos la ropa mojada, lavarnos del dulzón y pegajoso mosto y salir al hogar rural o a la plaza de la iglesia-cementerio- a charlar con los amigos.
Así era entonces la vida en el pueblo de cualquier joven de más de catorce años al acabar su formación lectiva, al dejar la escuela.
Un saludo
A pesar de la penosidad de aquellos duros trabajos físicos, a pesar de la carencia de tantas cosas, siempre cantábamos; como si cantando nos olvidáramos de las penalidades. Cantábamos en el camino hacía el tajo, cantábamos en el trabajo y, sobre todo, cantábamos cuando estábamos próximos a dar de mano:
Ya se está poniendo el sol
ya hacen sombra los terrones.
Ya se entristecen los amos,
ya se alegran los peones.
O aquella otra:
Ya se está poniendo el sol,
ya se podía haber puesto,
que pa’l jornal que ganamos
no es menester tanto tiempo.
Los días de vendimia anochecían pronto y estábamos deseosos de llegar a casa, quitarnos la ropa mojada, lavarnos del dulzón y pegajoso mosto y salir al hogar rural o a la plaza de la iglesia-cementerio- a charlar con los amigos.
Así era entonces la vida en el pueblo de cualquier joven de más de catorce años al acabar su formación lectiva, al dejar la escuela.
Un saludo