Ya han comenzado las nevadas y pronto estarán completas las estaciones de esquí. Cada año, cuando aparece la nieve, recuerdo mi niñez allá en el pueblo.
El invierno en Deza era muy crudo. Aquellas nieves que casi cubrían la puerta de entrada de tu casa había que palearlas, día tras día, si no te querías quedar bloqueado. Después las calles cubiertas de nieve se helaban y se hacían intransitables. Los carámbanos colgaban peligrosamente de cada canalera y hasta las dos escaleras de la fuente eran un bloque de hielo.
Pero entonces, al igual que ahora, la nieve era bonita o, si lo queréis, alegre; era algo especial. Contemplar la calle cubriéndose de nieve desde detrás de los cristales, te daba un aura de seguridad, de felicidad. Pero había que salir para dar de beber a las mulas y mi padre, con un par de calderos, se acercaba hasta Trascastillo para llenarlos, porque el río no se helaba, todo lo contrario, el agua surgía caliente del manantial y transcurría despidiendo una nube de vapor mientras seguía su curso. No había más remedio que salir de casa para aviar los cerdos en la corte cercana, o llevar pienso y recoger los huevos en el gallinero de las eras.
En el hogar, tras la cadiera de la enorme cocina, no faltaba la leña seca traída del cobertizo. Gavillas de leña de sabina y chaparra suficientes para varios días, además de recios arrimadores- troncos gruesos que se ponen en las chimeneas para apoyar la leña-, hacían mirar el futuro inmediato con tranquilidad.
El fuego del hogar, además de para calentarnos, tenía mucha aplicaciones: servía para secar la ropa, para curar los chorizos en al chimenea, para cocer sobre las trébedes o colgada del llar la caldera con la remolacha forrajera o las patatas de los cerdos y, sobre todo, para cocinar la comida en aquellos pucheros de barro sujetos con los morillos.
Después de uno o dos días en que las calles se hacían más transitables, nos reintegrábamos a la vida normal. Algunos mayores dedicaban su tiempo a limpiar las cuadras, a hacer vencejos con paja de centeno, picar la dalla preparándola para la siega de la esparceta o coser las jalmas, mientras otros jugaban a subastado en el café del tío Fausto.
Nosotros asistíamos a la escuela y aprovechábamos los recreos para tirarnos bolas de nieve o deslizarnos sobre el hielo de la cuesta de los molinos.
Un saludo
El invierno en Deza era muy crudo. Aquellas nieves que casi cubrían la puerta de entrada de tu casa había que palearlas, día tras día, si no te querías quedar bloqueado. Después las calles cubiertas de nieve se helaban y se hacían intransitables. Los carámbanos colgaban peligrosamente de cada canalera y hasta las dos escaleras de la fuente eran un bloque de hielo.
Pero entonces, al igual que ahora, la nieve era bonita o, si lo queréis, alegre; era algo especial. Contemplar la calle cubriéndose de nieve desde detrás de los cristales, te daba un aura de seguridad, de felicidad. Pero había que salir para dar de beber a las mulas y mi padre, con un par de calderos, se acercaba hasta Trascastillo para llenarlos, porque el río no se helaba, todo lo contrario, el agua surgía caliente del manantial y transcurría despidiendo una nube de vapor mientras seguía su curso. No había más remedio que salir de casa para aviar los cerdos en la corte cercana, o llevar pienso y recoger los huevos en el gallinero de las eras.
En el hogar, tras la cadiera de la enorme cocina, no faltaba la leña seca traída del cobertizo. Gavillas de leña de sabina y chaparra suficientes para varios días, además de recios arrimadores- troncos gruesos que se ponen en las chimeneas para apoyar la leña-, hacían mirar el futuro inmediato con tranquilidad.
El fuego del hogar, además de para calentarnos, tenía mucha aplicaciones: servía para secar la ropa, para curar los chorizos en al chimenea, para cocer sobre las trébedes o colgada del llar la caldera con la remolacha forrajera o las patatas de los cerdos y, sobre todo, para cocinar la comida en aquellos pucheros de barro sujetos con los morillos.
Después de uno o dos días en que las calles se hacían más transitables, nos reintegrábamos a la vida normal. Algunos mayores dedicaban su tiempo a limpiar las cuadras, a hacer vencejos con paja de centeno, picar la dalla preparándola para la siega de la esparceta o coser las jalmas, mientras otros jugaban a subastado en el café del tío Fausto.
Nosotros asistíamos a la escuela y aprovechábamos los recreos para tirarnos bolas de nieve o deslizarnos sobre el hielo de la cuesta de los molinos.
Un saludo