DEZA: Sí Pefeval, cuando pregunté por él a su hermano, me...

Con el rosario, el libro, el crucifijo, el traje y esa cara de bueno, la verdad es que parece que no hayas roto nunca un plato, José Luis. ¡Bendita inocencia! Yo también conservo una foto parecida. La verdad es que el día de la primera comunión era una fecha señalada en la vida de un niño. Además, con eso de las propinas, te considerabas millonario por un día.
Haces alusión a aquellos fotógrafos de entonces. A Deza venía uno todos los años; era un hombrecillo flacucho, con un fino bigotillo, que vestía un guardapolvo gris para protegerse de los líquidos que manipulaba, y que le caía por debajo de la rodilla. Era un fotógrafo o retratista ambulante que recorría todos los pueblos en las fiestas y en los grandes acontecimientos; desconozco donde tendría su estudio, aunque posiblemente no lo tuviera, puesto que su trabajo lo ejercía sobre la marcha.
Efectivamente, junto a la puerta del tío Avelino o la de la tía Lola, desplegaba un hule con un motivo elegante, como podía ser un jardín o la escalinata de un edificio suntuoso, que serviría de fondo para aquellas fotos. Allí acudían nuestras madres a esperar su turno, al igual que alguna cuadrilla de mocetes para inmortalizar su amistad, o bien alguna novia para remitirle la foto al militar que estaba en Melilla.
Su máquina de retratar era un artilugio en forma de cajón o cámara de madera, estaba sujeta por un trípode también de madera que le servía de apoyo, la altura del aparato era la de una persona. En la parte delantera de la caja había una lente y una especie de acordeón, que servía para alejar o acercar el objeto a fotografiar. La parte de atrás estaba cubierta con un paño negro donde metía la cabeza el retratista, para que no se velara la foto, para apuntar la lente al objeto a fotografiar o para manipular la placa que plasmaba el trabajo. Cuando centraba la máquina en la dirección deseada, le indicaba al fotografiado que no se moviera; apretaba una perilla que colgaba de un cordón, y se cerraba el obturador.
Después había que esperar a que revelara la foto. Para ello, sumergía la placa en un líquido que tenía en un calderillo que colgaba de la máquina, aclaraba la foto y la dejaba a secar sujeta con una pinza.
Esto era en aquellos tiempos, cuando “salir el pajarito” era salir en la foto.
Un saludo

Hola Pefeval: Bordas el relato y haces gala de un gran sentido de la observación y de la memoria. Echo en falta el calzado del retratista (es broma). Haces mención a la inocencia de aquellos años y creo que lo dificil es mantenerla; yo lo intento cada día. Lo de los platos es otra historia, pues todos hemos roto alguno, aunque mi especialidad no es la cocina. Por aquellos años se produjo un acontecimiento muy lamentable: Estábamos en la plaza Angel "El Cosco", y yo jugando y llegó Jesús "El Chupina" con un alfiler, obligándonos a meter las manos en los bolsillos, porque si no nos pinchaba. Como estaba cerca su hermano Marcelo (cuatro o cinco años mayor), aguantábamos; pero como todo tiene un límite, fuimos a mí casa y nos armamos con sendos palos de olmo. De regreso intentó seguir su juego, nos negamos a esconder las manos y cuando me pinchó, yo le propiné un golpe en la cara. Acto seguido Marcelo me dió tal bofetada que ví todas las estrellas del cielo. Lleno de ira le arreé con el palo, con tal mala suerte que le partí el tabique nasal. Echando sangre como un toro, marchó a casa y yo me refugié en el taller de mi padre. No tardó ni cinco minutos en aparecer su hermana mayor armando un jaleo de campeonato. Juró que me mataría y la verdad es que me metió el miedo en el cuerpo. Pero no fue ella mi pesadilla. Cuando saliámos por ahí con los amigos, lo primero que hacía era asegurarme de que no estuviera Marcelo, pues siempre que me veía me prometía una soberana paliza. Y pasó bastante tiempo, pero un día me pilló y me dió lo mío. Fue una liberación, porque a partir de entonces podía ir sin temor a cualquier sitio. Todavía hace dos años, cuando estuve pasando una semana en Deza, me encontré con él y me recordó el acontecimiento mostrándome la cicatriz de la nariz. Le dije que había sido un golpe de mala suerte y todo quedó zanjado. Le he visto otras veces y nos saludamos efusivamente. Creo que nos caemos muy bien.

Recuerdos buenos y recuerdos malos. Un abrazo

Joer, José Luis, a estas alturas me entero del motivo de la nariz partida de la persona que mencionas; creía que era de nacimiento. Ya sabes que los hermanos mayores cuidaban de los pequeños, como hacías tu con tu hermano. Leíamos muchos tebeos del capitán Trueno y del Jabato y, si nos provocaban, nos poníamos la armadura y nos lanzábamos a la pelea... Pero con el del alfiler tengo muchos reuerdos, reconozco que ninguno bueno, aunque hay personas que desgraciadamente los tienen peores.
Un abrazo

Sí Pefeval, cuando pregunté por él a su hermano, me dijo que no habían podido hacer nada en cuanto a su conducta. Fue parco y yo no insistí con más preguntas. A mi hermano no tuve que ayudarle mucho porque, como sabes, no es problemático. A veces me expresa cierta admiración por la forma de solucionar mis conflictos de hermano mayor y sin protección posible.

Repasando mi historia en Deza, me asombro de la naturalidad con que asumía los conflictos y de la aceptación general que disfruté. Valga un ejemplo ilustrativo: Dª Mercedes no permitía que Guillermo saliera por ahí con cualquiera; sin embargo le recomendaba que fuera mi amigo. Otro ejemplo llamativo fue el hecho de que los anfitriones de Luis Calvo (Albino, creo que se llamaba el mayor) hablaran con mi padre para que se integrara en nuestra cuadrilla cuando venía de vacaciones. Entonces todo esto lo veía normal, pero hoy reconozco que no es fácil conseguir tantos amigos. Comencé con Félix (el del tio Fermín) por proximidad de vecindad y terminé con Enrique (el panadero) y toda su cuadrilla. También Fortu (electricista) y Adrián (que vivía con sus tios). Y todos en general. Nunca dejaba de ser amigo de los anteriores y salir cuando fuera necesario. Quizás por ello guardo tan buen recuerdo de aquellos tiempos y de aquel pueblo, que nunca me discriminó ni me consideró extraño.

Un abrazo