En Deza, cuando todavía no se habían inventado los frigoríficos modernos a los que impropiamente llamamos neveras, en Deza repito, teníamos nieve granujada para deleitarnos en verano. Las propietarias de las verdaderas neveras de nuestro pueblo salían cada mañana a venderla por el pueblo. La llevaban en una cesta con el fondo de paja, envuelta en un paño blanco y según la cantidad que pedías, te servían. Había desde diez céntimos a una peseta y la cantidad era proporcional al pedido, aunque ya se sabe, el de la peseta saldría ganando. Es así el comercio.
Un abrazo.
Un abrazo.