Recuerdo las manos enrojecidas de mi madre tendiendo en el balcón la ropa que al instante se acartonaba del frío como si fuera una bacalada. También recuerdo las manos de sabañones y las piernas blancas llenas de cabrillas de la Coscorreta, mientras enciende el brasero a la puerta de su humilde casucha cercana al Duero. Me parece estar viendo a Comas, el panadero, que desafía los rigores invernales sin más ropa que el mono azul del trabajo, mientras baja por la calle Real camino del río donde poco más tarde se dará un chapuzón en las heladas aguas a no sé cuántos grados bajo cero.