El MAESTRO HOY EN DÍA.
Antes le llamaban maestro y era el mismo título con que la antigüedad denominaba a los educadores y a los sabios. Ahora va por las calles de su ciudad, por las del barrio donde se asienta su escuela, y apenas lo conoce nadie. En las reuniones y en los papeles le llaman enseñante. Son muchos los padres que ven en él al profesional que suministra a sus hijos los conocimientos necesarios para aprobar mejor o peor el curso y, en algunos casos, al burócrata que firma o regala unas notas suficientes para que el monstruo siga adelante.
Fuera del aula el maestro prácticamente no existe. Dentro, los chicos verán en él al enemigo que intenta, generalmente en vano, meterlos en disciplina y les exige la atención y el esfuerzo. Verán, si nadie pone coto, el pin pan pún de sus impertinencias y hasta de sus eventuales crueldades. En el mejor de los casos, al maestro especialmente dotado para la comunicación con los chicos, para el entusiasmo y la personal entrega, si el milagro se produce, lo respetarán como al hombre bueno, al amigo. Pero lo más común es que durante los años críticos de la pubertad desaparezcan en el alumno todos o casi todos los signos de la admiración y el aprecio.
Mas él seguirá enseñando. Los seguirá soportando en ese tira y afloja entre la severidad y la paciencia. Los seguirá queriendo. Seguirá proyectando sobre ellos un amor que por definición nunca o casi nunca es correspondido. Ni por parte de los alumnos, que no están en una clara edad de admirar ni de querer, ni por parte de sus padres, que ya no ven en él al educador sino a alguien al que el Estado -los contribuyentes- paga para que les cuide a los hijos y los guarde bajo techo durante buena parte de la jornada de trabajo, para que les enseñe contra viento y marea y, en todo caso, para que los apruebe, no como seres humanos y en la vida, sino en los conocimientos, alcanzados o no en la pedagógica brega.
Él, ella, ya no son "maestros". Nadie los saluda por la calle, en su barrio. Nadie les otorga ni les reclama ni espera de ellos una autoridad moral, una referencia de ejemplaridad, una misión educativa. Quizá porque los propios padres y la sociedad ven en estas palabras un complejo inseguro de conceptos borrosos.
Un saludo.
Antes le llamaban maestro y era el mismo título con que la antigüedad denominaba a los educadores y a los sabios. Ahora va por las calles de su ciudad, por las del barrio donde se asienta su escuela, y apenas lo conoce nadie. En las reuniones y en los papeles le llaman enseñante. Son muchos los padres que ven en él al profesional que suministra a sus hijos los conocimientos necesarios para aprobar mejor o peor el curso y, en algunos casos, al burócrata que firma o regala unas notas suficientes para que el monstruo siga adelante.
Fuera del aula el maestro prácticamente no existe. Dentro, los chicos verán en él al enemigo que intenta, generalmente en vano, meterlos en disciplina y les exige la atención y el esfuerzo. Verán, si nadie pone coto, el pin pan pún de sus impertinencias y hasta de sus eventuales crueldades. En el mejor de los casos, al maestro especialmente dotado para la comunicación con los chicos, para el entusiasmo y la personal entrega, si el milagro se produce, lo respetarán como al hombre bueno, al amigo. Pero lo más común es que durante los años críticos de la pubertad desaparezcan en el alumno todos o casi todos los signos de la admiración y el aprecio.
Mas él seguirá enseñando. Los seguirá soportando en ese tira y afloja entre la severidad y la paciencia. Los seguirá queriendo. Seguirá proyectando sobre ellos un amor que por definición nunca o casi nunca es correspondido. Ni por parte de los alumnos, que no están en una clara edad de admirar ni de querer, ni por parte de sus padres, que ya no ven en él al educador sino a alguien al que el Estado -los contribuyentes- paga para que les cuide a los hijos y los guarde bajo techo durante buena parte de la jornada de trabajo, para que les enseñe contra viento y marea y, en todo caso, para que los apruebe, no como seres humanos y en la vida, sino en los conocimientos, alcanzados o no en la pedagógica brega.
Él, ella, ya no son "maestros". Nadie los saluda por la calle, en su barrio. Nadie les otorga ni les reclama ni espera de ellos una autoridad moral, una referencia de ejemplaridad, una misión educativa. Quizá porque los propios padres y la sociedad ven en estas palabras un complejo inseguro de conceptos borrosos.
Un saludo.