Hoy es fiesta local en Zaragoza: San Valero. Esta mañana, como todos los años, he acudido a la pastelería para adquirir el roscón del Santo, ese dulce que es tradicional en esta fecha, como lo son la lanza de San Jorge, el roscón de Reyes, la corbata del día del Padre, el corazón de San Valentín o las tetas de Santa Águeda, entre otras dulzuras gastronómicas que dicen que inventaron los grandes almacenes. Aunque a nadie le amarga un dulce, creo que estas costumbres profanas, de reciente instauración, no son muy edificantes; más bien me parecen producto de esta sociedad de consumo a la que pertenecemos.
San Valero, en esta ciudad, no solo se caracteriza por el roscón: esta mañana, desde la cama, he escuchado el porfiar del cierzo en mi ventana y sentí que el santo hacía honor al calificativo que justamente se le otorga: el de ventolero. Es curioso que casi todos los años, en esta fecha, sople el cierzo; quizás sea para que a ese fresco viento se le siga asociando con el santo con quien debe de vivir en simbiosis. Aquí siempre se dice “el veintinueve de Enero, San Valero el ventolero”, y no es por ripiar el pareado, sino porque efectivamente, es cierto.
San Valero, en esta ciudad, no solo se caracteriza por el roscón: esta mañana, desde la cama, he escuchado el porfiar del cierzo en mi ventana y sentí que el santo hacía honor al calificativo que justamente se le otorga: el de ventolero. Es curioso que casi todos los años, en esta fecha, sople el cierzo; quizás sea para que a ese fresco viento se le siga asociando con el santo con quien debe de vivir en simbiosis. Aquí siempre se dice “el veintinueve de Enero, San Valero el ventolero”, y no es por ripiar el pareado, sino porque efectivamente, es cierto.