Todas las mañanas, cada vecino llevaba su cabra al lugar de reunión, primero en la placita donde está la panadería y más tarde a la plaza de toros.
Por la mañana, cuando las llevabas al ganado, las cabras se mostraban remisas al abandonar el corral o el portal donde habían permanecido toda la noche, pero, cuando regresaban, no había que ir a buscarlas: ellas conocían la casa de sus dueños. Daban al pueblo un ambiente bucólico cuando, al atardecer, llegaban tocando sus cencerros y campanillas, rascándose en las paredes, chupando los lugares salitrosos y llenando las calles de olivas negras. Llegaban al pueblo generalmente por la entrada de la ermita de Santa Ana, atravesaban el arco y se distribuían por todas las calles del pueblo. Una vez en su casa respectiva, había que ordeñarlas mientras ramoneaban un puñado de alfalfa o esparceta. Llegaban con las ubres tan cargadas de leche, que algunas necesitaban una especie de sostén rudimentario para que no las arrastraran. Mis padres también tenían una cabra; era negra y la llamábamos Lucera porque tenía una pequeña mancha blanca en la frente. Aunque mocha y pequeña, era muy generosa dando leche y muy fecunda en sus partos: en una ocasión parió tres chotillos, y tuvimos que regalar uno para que pudiera criar a los dos restantes. Yo siempre esperaba el parto porque me gustaban los calostros, la primera leche. Los chotos, una vez que habían alcanzado los siete u ocho quilos, se los vendíamos al carnicero.
Por la mañana, cuando las llevabas al ganado, las cabras se mostraban remisas al abandonar el corral o el portal donde habían permanecido toda la noche, pero, cuando regresaban, no había que ir a buscarlas: ellas conocían la casa de sus dueños. Daban al pueblo un ambiente bucólico cuando, al atardecer, llegaban tocando sus cencerros y campanillas, rascándose en las paredes, chupando los lugares salitrosos y llenando las calles de olivas negras. Llegaban al pueblo generalmente por la entrada de la ermita de Santa Ana, atravesaban el arco y se distribuían por todas las calles del pueblo. Una vez en su casa respectiva, había que ordeñarlas mientras ramoneaban un puñado de alfalfa o esparceta. Llegaban con las ubres tan cargadas de leche, que algunas necesitaban una especie de sostén rudimentario para que no las arrastraran. Mis padres también tenían una cabra; era negra y la llamábamos Lucera porque tenía una pequeña mancha blanca en la frente. Aunque mocha y pequeña, era muy generosa dando leche y muy fecunda en sus partos: en una ocasión parió tres chotillos, y tuvimos que regalar uno para que pudiera criar a los dos restantes. Yo siempre esperaba el parto porque me gustaban los calostros, la primera leche. Los chotos, una vez que habían alcanzado los siete u ocho quilos, se los vendíamos al carnicero.