Ya que me he retirado de esquiar, os voy a contar un poco la historia de la nieve tal como la he vivido yo. De pequeño, las nevadas eran muy frecuentes y a veces de gran grosor; no tanto como para dejar de ir a la escuela a pesar que a veces la cuesta de subida estaba helada y resbaladiza. Era lo normal y todo el mundo lo asumíamos. Nuestro calzado habitual eran las albarcas, con unos calcetines de lana hechos por la abuela, pantalones cortos y un simple jersey haciendo juego con los calcetines. Algunos usaban una pequeña bufanda; pero no era imprescindible. El gorrito ni se conocía en nuestras latitudes.
Un abrazo.
Un abrazo.
En aquellos inviernos tan fríos de entonces en los que era frecuente ver nevadas de medio metro de espesor y otras que duraban un mes sin deshacerse, la gente pasábamos mucho frío, sobre todo las personas mayores. Y había que hacer cosas que hoy nos parecerían extrañas. Yo he visto a los dueños y a los pastores de las ovejas encerradas, llevar a los corrales cargas de alfalfa y esparceta. Marchaban de casa con polainas y pieles de conejo en los pies, para que no se les congelaran. Todo para alimentar a las reses que no podían salir por los campos, ni siquiera para estirar las patas ni soltar un beeee, en libertad.
Un abrazo.
Un abrazo.
En casa tampoco se estaba como ahora, con aire acondicionado y allí también se pasaba mucho frío. En los hogares te calentabas por delante y te helabas por detrás. En Deza no teníamos “glorias” instaladas en las casas, como la amiga Victoria, tenía en la Nuez de Arriba. En las escuelas tampoco sobraba calor y las niñas se llevaban su rejilla con ascuas para los pies pues el suelo estaba siempre frío. La estufa de serrín no daba suficiente calor para todos y a veces se armaba una zorrera que nos ahogábamos. Estabas esperando la hora de salir para chospar un poco y entrar en calor. Con una corridilla a casa ya bastaba.
Un abrazo.
Un abrazo.
Los grandullones, si había nieve, se apostaban en lugares estratégicos y nos esperaban con una bola en cada mano, listas para lanzarlas contra un enemigo que nos les haría frente por ser más pequeños, haciéndonos correr de lo lindo para evitar que nos cascaran. Para aumentar el peso y por lo tanto también el alcance del tiro, había algunos que les ponían piedras dentro.
Un abrazo.
Un abrazo.
Los pajarillos se metían en los gallineros y en los pajares y muchas veces aquello era su perdición pues caían en las manos del mayor depredador de la historia que es el hombre. Algunas personas los cogían a cientos para comérselos fritos y así aprovechar una fuente de proteínas muy importante. Se notaba, en la gran cantidad de plumas que tiraban a menudo en los basureros, aquellas vecinas que tenían un buen corral puesto que no entraban en todos aunque hubiese en ellos, comida de sobras. Yo lo comparo con aquellos bares en los que la juventud está apiñada y no pueden ni removerse entre ellos, teniendo otro al lado con muchas más comodidades e incluso más barato y que no lo pisa ni uno. Son cosas que pasan.
Un abrazo.
Un abrazo.