Siguiendo por la carretera de Bordalba, después de pasar el desfiladero de Antoñana donde se escuchan, cada día menos, los graznidos de los grajos que anidan en sus escarpadas riscas, el primer camino que te encuentras a la izquierda es el camino de Valdeorilla, de donde se bifurca el camino viejo de Bordalba. Dicho camino, hoy intransitable, está bordeado por gran número de zarzales de todo tipo. Todos sabemos que las zarzas son una maldición bíblica; basta leer el Antiguo Testamento, en Éxodo 3 donde se relata aquello de la zarza que ardía y no se consumía y que habló a Moisés mientras apacentaba las ovejas de su suegro Jetró.
De niños solíamos buscar nidos de picaraza por aquellos parajes, pero ahora estas aves han desaparecido de esos andurriales y se han trasladado a las ciudades, haciéndose urbanas, al igual que muchos de aquellos que les robábamos sus nidos.
Un día, mientras mi padre y yo nos dirigíamos a segar al Llano del Sabino, me contó esta historia acerca de una zarza y un sastre:
Hace muchos años, cuando no había carreteras, los sastres ejercían su oficio de pueblo en pueblo haciendo su recorrido con los instrumentos de su oficio: aguja, tijera y dedal.
Se trasladaban a cualquier lugar al que eran requeridos para cortar y coser un traje, una camisa o unos pantalones, o para adaptar la ropa que se había quedado pequeña a los críos y todavía les quedaba grande al siguiente. Como digo, recorrían los caminos y, cuando llegaban a los pueblos comían y dormían en las casas que les ocupaba su trabajo, y eran muy apreciados porque resolvía en muchos casos la débil economía de los paisanos.
Una vez finalizado su trabajo en un pueblo, recogían sus escasas herramientas y, al anochecer, emprendían el camino hasta el pueblo siguiente donde continuaba su trabajo.
Pues bien, hubo un sastre de Deza que, habiendo terminado su faena en Bordalba, regresaba al pueblo una noche de Octubre por aquel camino angosto y pedregoso. Estaba anocheciendo y el pobre hombre iba lo que se dice “cagado de miedo”, cuando notó que alguien lo agarraba de la manga de su chaqueta y se quedó clavado y con un buen susto. Intentó en vano soltarse de aquella mano que lo atenazaba, pero el miedo pudo más que él y, presa del pánico, hubo de pasar toda la noche a la intemperie, sin volver la vista, imaginando su fin en cualquier momento.
Al amanecer, el pobre sastre comprobó que aún seguía vivo, se atrevió a mirar atrás y vio que estaba enganchado a una zarza de las que bordeaban el camino; cogió sus tijeras, cortó las ramas que lo habían tenido preso toda la noche y, con mucha dignidad, le dijo a la zarza en todo desafiante:
“Si en vez de zarza, hubieras sido un hombre, te habría cortado el pescuezo”.
Cuando llegó al pueblo contó a la gente que se había pinchado con la aguja mientras cosía, porque había pasado toda la noche sin dormir.
Un saludo
De niños solíamos buscar nidos de picaraza por aquellos parajes, pero ahora estas aves han desaparecido de esos andurriales y se han trasladado a las ciudades, haciéndose urbanas, al igual que muchos de aquellos que les robábamos sus nidos.
Un día, mientras mi padre y yo nos dirigíamos a segar al Llano del Sabino, me contó esta historia acerca de una zarza y un sastre:
Hace muchos años, cuando no había carreteras, los sastres ejercían su oficio de pueblo en pueblo haciendo su recorrido con los instrumentos de su oficio: aguja, tijera y dedal.
Se trasladaban a cualquier lugar al que eran requeridos para cortar y coser un traje, una camisa o unos pantalones, o para adaptar la ropa que se había quedado pequeña a los críos y todavía les quedaba grande al siguiente. Como digo, recorrían los caminos y, cuando llegaban a los pueblos comían y dormían en las casas que les ocupaba su trabajo, y eran muy apreciados porque resolvía en muchos casos la débil economía de los paisanos.
Una vez finalizado su trabajo en un pueblo, recogían sus escasas herramientas y, al anochecer, emprendían el camino hasta el pueblo siguiente donde continuaba su trabajo.
Pues bien, hubo un sastre de Deza que, habiendo terminado su faena en Bordalba, regresaba al pueblo una noche de Octubre por aquel camino angosto y pedregoso. Estaba anocheciendo y el pobre hombre iba lo que se dice “cagado de miedo”, cuando notó que alguien lo agarraba de la manga de su chaqueta y se quedó clavado y con un buen susto. Intentó en vano soltarse de aquella mano que lo atenazaba, pero el miedo pudo más que él y, presa del pánico, hubo de pasar toda la noche a la intemperie, sin volver la vista, imaginando su fin en cualquier momento.
Al amanecer, el pobre sastre comprobó que aún seguía vivo, se atrevió a mirar atrás y vio que estaba enganchado a una zarza de las que bordeaban el camino; cogió sus tijeras, cortó las ramas que lo habían tenido preso toda la noche y, con mucha dignidad, le dijo a la zarza en todo desafiante:
“Si en vez de zarza, hubieras sido un hombre, te habría cortado el pescuezo”.
Cuando llegó al pueblo contó a la gente que se había pinchado con la aguja mientras cosía, porque había pasado toda la noche sin dormir.
Un saludo
En Bijuesca había unos sastres que venían a Deza de vez en cuando y que hicieron muchos trajes de pana a los labradores dezanos. Eran dos hermanos que tambien se dedicaban a la tierra en los tiempos que no se cosía mucho, que era la mayor parte del año. Tiempos aquellos de pana y albarcas de neumático de coche y también de albarcas de piel de vaca, sin curtir más antiguas sin duda que las primeras pues vacas ha habido siempre y los coches empezaron ya muy tarde; aunque vaya com han proliferado...
Un abrazo.
Un abrazo.