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DEZA: Gracias, abuelo, por tus impagables páginas de etnología,...

Ahora ya hemos acabado las faenas de la recolección. El grano lo tendremos que almacenar...

El granero o almacén.

No sé como se llamaría aquel que invento el granero en lo alto de su vivienda; pero estoy seguro que fue hace muchos siglos. Seguramente fue alguien que quiso guardar tan bien su cosecha que primero tendrían que pasar por encima de su cadáver, antes de que se la robaran. En el capítulo anterior ya habéis visto los trabajos que había que realizar para subir el grano, un grano que al fin y al cabo había que volver a bajar algún día. Si subirlo era malo, no te puedes figurar lo que era bajarlo y si no te lo figuras te lo diré yo: Era mucho peor pues se te podía caer la talega encima y arriñonarte de por vida. Así de claro.
Ya tenemos el grano en su lugar de almacenamiento. El pobre y el medianero no necesitaban mucho sitio pues con poco espacio tenían bastante; aún sobraba lugar. Generalmente cada especie de grano ocupaba su granero aparte por el hecho de que las mezclas de unos y otros podrán acarrear ciertos problemas. De los montoncillos se iba cogiendo lo que se necesitaba, echando cuentas de que buena parte de lo almacenado tenía que servir de simiente para el año siguiente. Tenía que volver a la tierra y podrirse de nuevo para dar el ciento por uno. Si te daba el cinco, ya te podías dar con un canto en los dientes. Vaya diferencia…
Todo el mundo te ayudaba a vaciar el granero. ¡Con lo que había costado, Dios mío! Te ayudaban los gorriones que se metían por la ventana y a los que tú intentabas alguna vez pillarlos dentro, estirando de la cuerda que habías puesto al efecto; pero claro son muy perros y entraban cuando no estabas esperándolos. No ibas a tener cerrada la ventana y dejar sin ventilación las otras cosas que había colgadas allí. También te echaban una mano los ratones a los que tratabas de engañar con aquella ratonera que esperaba vigilante día y noche y solo caía alguno si tropezaba en un descuido ya que le sobraba comida; no se iban a comer la que a ti te apetecía. Si por lo menos les hubieses preguntado. Te ayudaba aquel gorgojo que había aparecido sin tu permiso y que se escondía dentro del grano para que tú no lo vieras y que vaciaba lo de dentro, se comía la harina, sin ruido y a oscuras. Sabías que estaba allí porque de buenas a primeras te dabas cuenta que subían a cientos por la pared y que había unos agujeritos pequeños que tú no habías hecho, en muchos granos. Seguramente lo habías almacenado un poco tierno. A sulfatar tocan, qué mala suerte.
De los montoncillos que tenías, había que coger para la harina de hacer el pan y las pocas tortas que tocaban por casa; para los piensos de las mulas, de las gallinas y de los cochinos. Pero veo que si vamos gastando a este paso no nos quedará para entregar al Servicio Nacional el cupo que nos exige el Gobierno, ni habrá tampoco para vender unos kilos al estraperlo. Quizá valdría más que no quedara para esto último pues a lo mejor tendrás la visita inesperada, sin previo aviso, de unos señores muy serios y con muy mala leche a los que llaman delegados y que bajan de vez en cuando de Soria. Si se pasan por tu casa, del susto, si sobrevives, será un milagro. Y encima se te caerá el pelo aunque solamente guardes media docena de granos en un puchero -que te los encontrarán- para hacerte aunque solo sea una cataplasma. Y quién dice eso, a lo mejor para otra cosa más importante como es el acabar de pagar esa mula que compraste a la fuerza, por morirse la otra o para casar a tu hija este año y quitar una boca de encima. Mecachis la mar
El granero olía a gloria pues en el se guardaban colgadas las uvas en ristras o bien esparcidas por los montones del grano, con el fin de que se conservaran durante mucho tiempo. Estaban curándose (algunos ya empezados) los jamones colgados en las vigas o maderas de los techos; se almacenaban las peras y manzanas, el mostillo, las ollas de adobo, las morcillas y otros despojos de los cerdos. Aquello era un gran frigorífico en el que cabía casi todo y en el que todo se conservaba sin aditivos ni conservantes artificiales pues lo máximo que se usaba como protector de los alimentos era la sal y el pimentón, productos naturales a todas luces.
A pesar de saber el contenido de los graneros, tengo que confesar públicamente, que me hacían respeto si los tenía que visitar por la noche y sin luz. Cuando mi padre me mandaba, desde el hogar donde generalmente estábamos todos reunidos al amor de la lumbre, que le fuese a buscar un harnerillo o panderillo de cebada para echarles el último pienso a los machos, subía poco a poco sin meter ruido, atemorizado y bajaba las escaleras a todo gas, que se dice. Y eso que la compañía de mis padres y hermanos, estaba a diez metros. No tuvimos nunca luz mientras fui chico allá arriba, pues teníamos aquel grillo en la entrada del cordón en el portal, que disparaba el diferencial eléctrico que te cortaba la corriente y quedabas a oscuras. No podía ser tanto lujo. Con la bombilla que alumbraba el portal y la cuadra y la de la cocina ya había bastante, que remedio.
El granero era un sitio lleno de fantasmas nocturnos según mi imaginación. Fantasmas que a veces te tocaban en el hombro y te dejaban una mancha de la grasa que escurrían, allá colgados y estáticos permanentemente y que se convertían en perniles al hacerse de día.
Hoy debo ser diferente, porque recuerdo una anécdota que me sucedió hace algunos años visitando un lugar de esos que preparan para hacer miedo y que ahora llaman Halloween. Resulta que venía detrás de nosotros un chico que a cada paso se llenaba de espanto y que dirigiéndose a mí decía: Este hombre si que es valiente, no se asusta por nada. Los tiempos cambian, que decía aquel. Y es que de mayor has dejado atrás muchas fobias que no conducen a nada.
Sobre que los tiempos cambian os voy a contar una historia verdadera que pasó en el año 1936. Era un sacerdote que se llamaba Don Jacundo. Yo conocí a varios sobrinos suyos y fui testigo de su inhumación y traslado a un nicho del cementerio de Reus. Por cierto que tenía dos agujeros en el cráneo de los tiros que recibió, de aquellos que se llaman de gracia. No se por qué se llamarán así. ¿Lo sabrán los que los dan…?
El pobre hombre estuvo escondido en los primeros días de la guerra y por no comprometer a las personas que lo cobijaban, decidió salir de su escondrijo. Enseguida alguien lo señaló con el dedo, lo detuvieron y no tardaron en condenarlo a muerte en uno de aquellos tribunales populares. Lo llevaron a fusilar y resulta que entre ellos había un chico que había sido monaguillo suyo. Al verlo de dijo: ¡Tu también hijo…! Y él le respondió con estas palabras: Los tiempos cambian, mosén…
Es verdad, muchas veces los tiempos cambian; algunas a mejor y otras muchas a peor.

Un abrazo.

Gracias, abuelo, por tus impagables páginas de etnología, en esta ocasión sobre las faenas agrícolas. No sólo por lo que dices sino por la amenidad con que lo haces. Comprenderás que los hemos criado en la ciudad y que, por tanto, no hemos vivido esas experiencias, difícilmente podemos "meter cuchara" en esto.
Un saludo.