¿tienes una peluquería?

DEZA: Una sugerencia, mi desconocido amigo: ¿no podrías haber...

23 MARZO
Santos: Toribio Alfonso de Mogrovejo, arzobispo; José Oriol, Julián, confesores; Félix, Victoriano, Florencio, Fidel, Felipe, Nicón, Liberato, Domicio, Pelagia, Aquila, Eparquio, Teodosia, mártires; Benito, monje; Dimas, el buen ladrón; Teódulo, presbítero; Filotea, virgen.
Santo Toribio de Mogrovejo, obispo (1538-1606)
Toribio, arzobispo de Lima, es uno de los eminentes prelados de la hora de la evangelización. El concilio plenario americano del 1900 lo llamó "totius episcopatus americani luminare maius", que en vernácula hispana quiere decir "la lumbrera mayor de todo el episcopado americano". Era la hora de llevar la fe cristiana al imperio inca peruano lo mismo que en México se cristianizaba a los aztecas.

Nació en Mayorga (Valladolid), el 16 de noviembre de 1538. No se formó en seminarios, ni en colegios exclusivamente eclesiásticos, como era frecuente entonces; Toribio se dedicó de modo particular a los estudios de Derecho, especialmente del Canónico, siendo licenciado en cánones por Santiago de Compostela y continuó luego sus estudios de doctorado en la universidad de Salamanca. También residió y enseñó dos años en Coimbra.

En Diciembre de 1573 fue nombrado por Felipe II para el delicado cargo de presidente de la Inquisición en Granada, y allí continuó hasta 1579; pero ya en agosto de 1578 fue presentado a la sede de Lima y nombrado para ese arzobispado por Gregorio XIII el 16 de marzo de 1579, siendo todavía un brillante jurista, un laico, o sólo clérigo de tonsura, cosa tampoco infrecuente en aquella época.

Recibió las órdenes menores y mayores en Granada; la consagración episcopal fue en Sevilla, en agosto de 1579.

Llegó al Perú en el 1581, en mayo. Se distinguió por su celo pastoral con españoles e indios, dando ejemplo de pastor santo y sacrificado, atento al cumplimiento de todos sus deberes. La tarea no era fácil. Se encontraba con una diócesis tan grande como un reino de Europa, con una población nativa india indócil y con unos españoles muy habituados a vivir según sus caprichos y conveniencias.

Celebró tres concilios provinciales limenses _el III (1583), el IV (1591) y el V (1601)_; sobresalió por su importancia el III limense, que señaló pautas para el mexicano de 1585 y que en algunas cosas siguió vigente hasta el año 1900.
Fue de los pocos que intentaron poner al pie de la letra las disposiciones del concilio de Trento; pero se vio imposibilitado para cumplirlas todas _como la de los sínodos anuales_ en aquellas circunstancias por la imposibilidad de las comunicaciones.

Aprendió el quechua, la lengua nativa, para poder entenderse con los indios. Se mostró como un perfecto organizador de la diócesis. Reunió trece sínodos diocesanos. Ayudó a su clero dando normas precisas para que no se convirtieran en servidores comisionados de los civiles. Visitó tres veces todo su territorio, confirmando a sus fieles y consolidando la vida cristiana en todas partes. Alguna de sus visitas a la diócesis duró siete años.

Prestó muy pacientemente atención especial a la formación de los ya bautizados que vivían como paganos. Llevado de su celo pastoral, publicó el Catecismo en quechua y en castellano; fundó colegios en los que compartían enseñanzas los hijos de los caciques y los de los españoles; levantó hospitales y escuelas de música para facilitar el aprendizaje de la doctrina cristiana, cantando.

No se vio libre de los inevitables roces con las autoridades en puntos de aplicación del Patronato Real en lo eclesiástico; es verdad que siempre se comportó con una dignidad y con unas cualidades humanas y cristianas extraordinarias; pero tuvo que poner en su sitio a los encomenderos, proteger los derechos de los indios y defender los privilegios eclesiásticos.

Atendido por uno de sus misioneros, murió en Saña, mientras hacía uno de sus viajes apostólicos, en 1606.
Fue beatificado en 1679 y canonizado en 1726.

Quien tenga la suerte de tener entre sus manos un facsímil del catecismo salido del Tercer Concilio Limense, aprenderá a llamar mejor evangelización que colonización a la principal obra de España en el continente recién descubierto.

José Oriol, sacerdote (1650-1727)

Catalán de origen. En el tiempo de la Ilustración, cuando está comandando el Conde-Duque de Olivares. Lo ordenó en Vich el obispo Don Jaime Mas, el 30 de mayo de 1676. Un "beneficiado" más entre los que ocupan prebendas eclesiásticas.

Hijo de Juan y de Gertrudis que tuvieron siete hijos. Juan murió pronto, con solo treinta y siete años, uno más de los que se llevó la peste de 1651. La madre, con tanta familia, se casó otra vez con Domingo Pujolar, que fue nuevo padre para José, y vino añadiendo un nuevo hijo a los siete de la esposa; pero también este padrastro se murió pronto.
José se hizo monaguillo de la comunidad de Santa María del Mar, un empleo que era para pobres; pero aquí aprendió letras y latines hasta que llegó al doctorado. Quería ser sacerdote pero tuvo dificultades por ser pobre; no bastaba con tener ganas, ciencia y estar dispuesto a la santidad; era preciso, casi una condición necesaria, tener un beneficio que asegurara el pan necesario y lo demás. Menos mal que una vacante en el obispado de Gerona fue remedio, aunque la renta era sólo simbólica: "un escudo de oro de cámara romano" que equivalía a siete pesetas al año. Suficiente para la formalidad. Detrás había un amigo que suplirá una renta anual.

Comienza como preceptor de la familia Gasneri, de origen milanés. Y eso que José Oriol era Doctor en Teología por la universidad civil de Barcelona y había opositado, aunque sin éxito, a la cátedra de Hebreo. Cuidará de Pepito, de siete años y de Paquita que sólo tiene dos. Durará el trabajo diez años haciendo vida con esta familia, pero comiendo solo, porque desde que un día trinchó pavo y por tres veces se la paralizó el brazo, en adelante únicamente comerá y beberá pan y agua. Con este ayuno ordinario comenzó su reconocida austeridad que le hizo delgado y macilento al tiempo que ganaba en suavidad para preparar con mimo la Primera Comunión de los niños.

Llegó a sentirse uno más de los del Oratorio de san Felipe. Allí celebra la misa, confiesa y reparte la Comunión; la predicación no es elocuente, pero mueve; tiene colas en su confesonario; prefiere las misas tardías para poder prepararse mejor a la celebración.

Con bordón, andando y pidiendo limosna por el camino peregrinó a Roma en 1696. Por mediación del cardenal Coloredo, que era oratoniano, el papa Inocencio XI le concede el beneficio de Santa María del Pino donde sólo hay beneficiados y a su alrededor y detrás de ellos toda una caterva de capellanes, pasionarios y vicarios. Le hicieron "apuntador" y "bolsero" con el encargo de llevar la cuenta de las asistencias a coro y de repartir los dineros correspondientes. Se le dio mejor el cargo de enfermero.

Aquél hombre de ojos azules y calva venerable, suele tener la costumbre de postrarse ante el Santísimo una vez terminadas las horas canónicas. Pero no tuvo responsabilidades mayores, ni puestos altos, ni cargos para competentes; tampoco resolvió asuntos pastorales importantes, ni se le llegó a consultar jamás por soluciones eficaces; sin embargo, en la Barcelona donde nació, vivió y murió florecieron a su paso los milagros. No suele intervenir en las deliberaciones de los beneficiados tan dedicadas a los asuntos metálicos; sólo consta de una vez que sugirió cambiar las ajadas capas pluviales por otras nuevas.

Le quemaban los dineros en la faltriquera. Seguro que sabía bien lo que decía aquel casto varón, modelo para sacerdotes, cuando afirmó "que prefería morir en los brazos de una mujer, que con una moneda en el de bolsillo". No importaba cómo, pero sentía la necesidad de desprenderse hasta de la calderilla que le sobraba con el último pordiosero que topaba. Su ayuno estricto le permitió, no obstante, ahorrar 311 libras catalanas para poder hacer una fundación de cuarenta y ocho misas a celebrar por los pobres que no tienen sufragios.

Las cárceles y los hospitales de Barcelona le conocieron como frecuente visitante para hacer con los internos algo de bien, con sencillez, consolando y haciendo sólo con su bendición algún que otro milagro de curación instantánea, que como no lo había hecho él, sino Dios, no tenía la menor importancia.

Tuvo como director de su alma a un carmelita y era asiduo lector de san Juan de la Cruz.

No tomó jamás las vacaciones que le correspondían por su beneficio y recorría Barcelona a pie. A pie también se quiso ir a misiones, pero no pasó de Marsella donde enfermó, y la Virgen le hizo ver que donde Dios lo quería era en Barcelona.

Dejó herencia al morirse: sus ropas de coro _muy limpias_, biblia y gramática hebreas; nada más había en su buhardilla.

Una sugerencia, mi desconocido amigo: ¿no podrías haber dividido tu trabajo en dos mensajes? Gracias.