Con mucha frecuencia, los humanos solemos hacer como el avestruz: esconder la cabeza para no ver lo (desagradable) que nos rodea, como si el dolor, la enfermedad o la muerte, no formasen parte de nuestra existencia, como si ocultándolos dejasen de ser una realidad. Hace años, no tantos, los enfermos permanecían en la cama de su casa, rodeados y aliviados por seres queridos y cuando llegaba la hora de partir no estaban solos. Ahora parece que ya no existe el dolor ni la enfermedad, pues los alejamos en asépticos hospitales y tanatorios.
Esta reflexión se me ha hecho más presente cuando, hace unos horas, visitaba a un familiar en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. Ves dolor, sufrimiento, soledad, pero también esperanza y ganas de vivir y, sobre todo, una gran humanidad que se traduce en palabras de cariño, animo y una infinita paciencia por parte del personal sanitario que día a día convive con sus pacientes. Tú, después, sales y, aunque impresionado por lo que has visto, sientes el alivio de que la vida sigue, que no te ha tocado a ti. Vuelves a tu lugar de destino y vuelves a reflexionar sobre lo anterior cuando observas a algún irresponsable al volante de un vehículo con el que parece sentirse invulnerable.
Esta reflexión se me ha hecho más presente cuando, hace unos horas, visitaba a un familiar en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. Ves dolor, sufrimiento, soledad, pero también esperanza y ganas de vivir y, sobre todo, una gran humanidad que se traduce en palabras de cariño, animo y una infinita paciencia por parte del personal sanitario que día a día convive con sus pacientes. Tú, después, sales y, aunque impresionado por lo que has visto, sientes el alivio de que la vida sigue, que no te ha tocado a ti. Vuelves a tu lugar de destino y vuelves a reflexionar sobre lo anterior cuando observas a algún irresponsable al volante de un vehículo con el que parece sentirse invulnerable.