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DEZA: (sigue)...

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Atocha marcó el inició de mi aversión a las grandes ciudades. El continuo trasiego de gente, los rostros desconocidos, el ruido y el ambiente denso eran suficientes para producirme desasosiego y abrumar al crío que yo era entonces y que echaba de menos la tranquilidad y seguridad que me ofrecía mi ciudad, pequeñita y acogedora. Me resultaba extraño aquel paisaje de edificios deslustrados, de tapias denegridas, de chabolas al borde de la vía y el tendido de infinidad de cables que surcaban el aire de poste en poste y de fachada en fachada. Los descampados, con montones de escombros por doquier, y los eriales, poniendo cerco a la ciudad, acrecentaban mi deseo de alejarme de allí. De vuelta a mis lares, recuperaba la confianza perdida en cuanto reconocía el paisaje –los chopos, las parameras, los sotobosques de carrasca- que me era familiar.
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En las escasas ocasiones que he tenido de regresar a la tierra en ferrocarril, por la única línea que aún resiste al cierre, no puedo evitar sentimientos contradictorios y que aflore la nostalgia en cuanto atravieso el túnel de Horna y llego a Torralba. A la alegría del regreso añado briznas de melancolía al ver la estación solitaria, cuando tan sólo hace unas décadas bullía de viajeros que se afanaban en acarrear bultos hasta la cantina, es espera de hacer el cambio de tren. Cantina de ... (ver texto completo)