(sigue)
Atocha marcó el inició de mi aversión a las grandes ciudades. El continuo trasiego de gente, los rostros desconocidos, el ruido y el ambiente denso eran suficientes para producirme desasosiego y abrumar al crío que yo era entonces y que echaba de menos la tranquilidad y seguridad que me ofrecía mi ciudad, pequeñita y acogedora. Me resultaba extraño aquel paisaje de edificios deslustrados, de tapias denegridas, de chabolas al borde de la vía y el tendido de infinidad de cables que surcaban el aire de poste en poste y de fachada en fachada. Los descampados, con montones de escombros por doquier, y los eriales, poniendo cerco a la ciudad, acrecentaban mi deseo de alejarme de allí. De vuelta a mis lares, recuperaba la confianza perdida en cuanto reconocía el paisaje –los chopos, las parameras, los sotobosques de carrasca- que me era familiar.
(continúa)
Atocha marcó el inició de mi aversión a las grandes ciudades. El continuo trasiego de gente, los rostros desconocidos, el ruido y el ambiente denso eran suficientes para producirme desasosiego y abrumar al crío que yo era entonces y que echaba de menos la tranquilidad y seguridad que me ofrecía mi ciudad, pequeñita y acogedora. Me resultaba extraño aquel paisaje de edificios deslustrados, de tapias denegridas, de chabolas al borde de la vía y el tendido de infinidad de cables que surcaban el aire de poste en poste y de fachada en fachada. Los descampados, con montones de escombros por doquier, y los eriales, poniendo cerco a la ciudad, acrecentaban mi deseo de alejarme de allí. De vuelta a mis lares, recuperaba la confianza perdida en cuanto reconocía el paisaje –los chopos, las parameras, los sotobosques de carrasca- que me era familiar.
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