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DEZA: (Sigue)...

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Atocha marcó el inició de mi aversión a las grandes ciudades. El continuo trasiego de gente, los rostros desconocidos, el ruido y el ambiente denso eran suficientes para producirme desasosiego y abrumar al crío que yo era entonces y que echaba de menos la tranquilidad y seguridad que me ofrecía mi ciudad, pequeñita y acogedora. Me resultaba extraño aquel paisaje de edificios deslustrados, de tapias denegridas, de chabolas al borde de la vía y el tendido de infinidad de cables que surcaban el aire de poste en poste y de fachada en fachada. Los descampados, con montones de escombros por doquier, y los eriales, poniendo cerco a la ciudad, acrecentaban mi deseo de alejarme de allí. De vuelta a mis lares, recuperaba la confianza perdida en cuanto reconocía el paisaje –los chopos, las parameras, los sotobosques de carrasca- que me era familiar.
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En las escasas ocasiones que he tenido de regresar a la tierra en ferrocarril, por la única línea que aún resiste al cierre, no puedo evitar sentimientos contradictorios y que aflore la nostalgia en cuanto atravieso el túnel de Horna y llego a Torralba. A la alegría del regreso añado briznas de melancolía al ver la estación solitaria, cuando tan sólo hace unas décadas bullía de viajeros que se afanaban en acarrear bultos hasta la cantina, es espera de hacer el cambio de tren. Cantina de la estación, sabor a café con leche y mantecadas, olor rancio del humo del tabaco, estufa de leña en el largo invierno soriano… Vetustos andenes, testigos mudos de llegadas y despedidas de trenes que traen y llevan gentes e ilusiones, chirrido de frenos, chorros de vapor de la negra locomotora, macetas con geranios, bancos de tablas, sonido agudo de la campanilla de aviso… y el viejo reloj. Nadie volvió a ocupar el lugar de aquel señor mayor que salía a los andenes a esperar el tren para ofrecer a los viajeros su mercancía: ¡Roooscas, bocadillos, tooortas! No es necesario: ya no viaja casi nadie en el ferrocarril de Soria, desapareció el trasbordo y el tren apenas para.

Después, cuando se reanuda el viaje, me dedico a contemplar a través de la ventanilla el paisaje de mi tierra. Puedo hacerlo tranquilo, seguro de que nadie distraerá mi atención. Ningún lugareño tendrá ocasión de invitarnos a probar - ¿ustedes gustan?- las viandas de su fiambrera –un trozo de chorizo, un torrezno, una rodaja de salchichón- ni el sencillo aldeano podrá ofrecernos la sobada bota de vino tinto. Perdida la espontaneidad (son tantas las veces que han tenido que soportar la falacia de una ficticia superioridad de las costumbres urbanas) y desplazados por la edad de este mundo de autistas –los auriculares bien caldos, la mirada ausente, el arrobo de la música, mejor si foránea, o el monocorde “chunda-chunda”, sin ningún atisbo de iniciar conversación- se cuidarán muy mucho de realizar gestos que puedan delatar su “no saber estar a la altura de los tiempos”.
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