DEZA: Creo que este es el lugar más indicado, por la magnífica...

Creo que este es el lugar más indicado, por la magnífica foto de la iglesia, para continuar con mis comentarios acerca del antiguo costumbrismo de nuestro pueblo. Costumbres y objetos que hace mucho tiempo que desaparecieron, pero que los que pasamos de los cincuenta recordamos puesto que, por aquellos años, la iglesia era el centro neurálgico donde, con más o menos devoción, nos congregábamos a menudo. Digo que son viejas costumbres de nuestra cultura para recordar quienes las hemos vivido y para que las conozcan quienes nos suceden.
He visitado varios museos etnológicos y me he parado a admirar esos objetos, otrora tan familiares y ahora olvidados, observando la curiosidad con que nosotros y nuestros hijos y nietos los contemplamos.
Entre los utensilios de labranza, los de oficios artesanos, los que habitualmente utilizábamos en nuestras casas, candiles y cántaros, ropas y adornos de fiestas y los de uso diario, etc., en ninguno de estos museos he encontrado este objeto curioso, lo que me hace pensar que era una peculiaridad de Deza, aunque me consta que en País Vasco también se utilizaba de modo parecido. La ofrenda de la luz era la más importante, pues era creencia que en el mundo de la oscuridad resultaba imprescindible. Los vascos la llamaban “Argaizola”- tabla de cera-. Puede ser que fuera de uso común en algún otro lugar, pero lo desconozco.
Me estoy refiriendo a “las tablillas”. Consistían estas tablillas en unas tablas planas de unos 20x10 cts., que rodeados de una fina vela, portaban nuestras antepasadas en una pequeña cesta de mimbre y que colocaban en la iglesia junto a sus respectivos reclinatorios. Aquellos finos rollos de cera los adquirían en casa del tío Segundo o del tío Fortuna, o bien se los elaboraban ellas mismas de la forma que detallo y que yo aprendí ayudando a mi abuela:
En primer lugar preparaba un cabo largo de algodón que serviría de pabilo; seguidamente ponía cera de abeja en una vieja sartén para derretirla al fuego, pasando por ella el pabilo repetidas veces hasta que consideraba que la vela había adquirido el suficiente grosor. Después la extendía en la enorme cocina hasta que estaba casi seca y la enrollaba en varias de esas tablillas. Eran la ofrenda a los difuntos. Al final de la misa, si alguna de las velas de las tablillas permanecía encendida, era una señal implícita para que el cura se acercara a recitar un responso por las obligaciones de la demandante, quien depositaba en el bonete el realillo o los dos reales.
Como digo, es un objeto digno de figurar en un museo etnológico.