Mientras se freía la cebolla que se había preparado la noche anterior, y se picaba la manteca ya fría en trocitos muy pequeños. Cuando el arroz había embebido todo el agua, se echaba en una artesa o un recipiente grande y así se mezclaba la cebolla, ya frita, la manteca y especias que dependían del gusto de cada uno, pero que normalmente eran: cominos, canela, pimienta, pimentón, orégano y una machada de ajo, y lo más importante: “la sangre”, que estaba guardada en la despensa desde la mañana. Todos estos ingredientes se mezclaban dándolos muchas vueltas hasta que quedara rojito, y ya se tenía el mondongo. Algunas freían en una sartén un poquito de la mezcla para así probarlo, se echaban un traguito y! hala, a llenar morcillas!
Se cogían las tripas que se habían preparado y se llenaban con el mondongo, no se había de echar demasiado para que la tripa no reventara. Una vez llenas, se cosían por el lado que quedaba abierto, de forma que el mondongo no se saliera de la tripa.
Mientras se llenaban las tripas, se ponía a calentar en la lumbre una caldera con agua. Una vez que ésta estaba caliente, aunque no demasiado, se echaban las morcillas a cocer, pinchándolas antes una a una con una aguja gorda para que no reventaran.
Cuando empezaba a hervir el agua, había que espumarlas, es decir, quitar la espuma que se iba produciendo en la superficie con una penca de berza limpia. Pasada una hora, las morcillas ya estaban hechas, así que se sacaban de la caldera y, en cuanto se podía, se probaban: las mujeres al sacarlas y los hombres en la bodega.
Para terminar y con el fin de evitar que se estropearan o al menos conseguir que duraran más, al día siguiente se colgaban en unas varas que se tenían sujetas en los techos de las cocinas.
Se cogían las tripas que se habían preparado y se llenaban con el mondongo, no se había de echar demasiado para que la tripa no reventara. Una vez llenas, se cosían por el lado que quedaba abierto, de forma que el mondongo no se saliera de la tripa.
Mientras se llenaban las tripas, se ponía a calentar en la lumbre una caldera con agua. Una vez que ésta estaba caliente, aunque no demasiado, se echaban las morcillas a cocer, pinchándolas antes una a una con una aguja gorda para que no reventaran.
Cuando empezaba a hervir el agua, había que espumarlas, es decir, quitar la espuma que se iba produciendo en la superficie con una penca de berza limpia. Pasada una hora, las morcillas ya estaban hechas, así que se sacaban de la caldera y, en cuanto se podía, se probaban: las mujeres al sacarlas y los hombres en la bodega.
Para terminar y con el fin de evitar que se estropearan o al menos conseguir que duraran más, al día siguiente se colgaban en unas varas que se tenían sujetas en los techos de las cocinas.