¿tienes una peluquería?

DEZA: (CONTINUACIÓN)...

(CONTINUACIÓN)
Creo estar sintiendo sobre el rostro el helador viento del norte, mientras avanzo encogido con la cabeza baja, el cuello del abrigo levantado y la cara envuelta en la bufanda, camino del colegio. Una vez dentro, entre el cobijo de sus paredes, tendrá que transcurrir un buen rato hasta que las manos, despojadas de los guantes de lana, entren en calor y puedan agarrar el lápiz. Sientes frío en las rodillas y te ajustas los elásticos de los calcetines mientras piensas que cuándo vas a dejar de ser un crío para llevar tú también pantalones largos como los chavales mayores. Desde aquellas aulas, a través de sus amplios ventanales, puede divisarse el humo que sale por las chimeneas de las casas del caso viejo, el brillo de las tejas que reflejan el sol de la mañana, las mujeres que se dirigen al mercado –a la Plaza, dicen- caminando todo lo aprisa que pueden a causa del frío, y la sierra de Santa Ana, salpicada de carrascas, tras el Castillo solitario a estas horas tempranas, desde el que observa la ciudad la figura pétrea y silente del Sagrado Corazón. (Puede que aún conserve grabados en la memoria todos aquellos recuerdos, de ser cierto lo que alguien dejó dicho de que la niñez es la patria del hombre. O tal vez sea ese paraíso que perdimos para siempre, por lo que tiene de irrecuperable, lo que acentúa las ganas de volver la vista atrás. Puede también que, de no haber seguido el camino de la emigración, el contacto cotidiano con los mismos lugares de la infancia me hubiera hecho ver todo de manera diferente. No lo sé, ni tampoco habrá de importarme ya).

(CONTINUACIÓN)
Decir invierno es rememorar el perolo de la señora Nati. A pesar del tiempo transcurrido, la veo trajinando entre cacharros mientras en la cocina económica se cuecen, al calor del carbón y la leña, las peras, los higos, las ciruelas pasas y demás frutas. Acaso fuera la primera Navidad que lo probaba y esa sea la razón de que se me haya grabado con nitidez en la memoria, aunque tal vez se deba al carácter singular de aquella vecina, una persona bondadosa, paciente y comprensiva como pocas he conocido a lo largo de mi existencia; jamás le vimos un mal gesto, ni siquiera cuando el hijo de Ramona, la Loba, una mala pécora, le hizo una piquera a su Antonio de una pedrada en la cabeza. Fue un accidente, sin más consecuencias que unos puntos de sutura en la Casa de Socorro de la Plaza Mayor. Fuimos nosotros, la pandilla del barrio, los que por nuestras correrías habíamos provocado que lo descalabraran, por meternos a buscar pelea en el barrio de Santa Cruz, detrás de San Pedro, territorio enemigo al que se había pasado el agresor, un tipo retorcido y de malas intenciones, como su madre, y con quienes casi nadie quería cuentas en el barrio. El marido de la Loba, por el contrario, era un infeliz, uno de esos hombres que no tienen más horizontes que el trabajo y la taberna y a quien, de creer las habladurías del vecindario, su mujer cornificaba inmisericorde con un huésped manchego, de la parte de Tomelloso, unos cuantos años más joven. Comentarios que a ella no parecían afectarle pues, según las malas lenguas de las vecinas de escalera, hacía bien poco por disimularlo. Un buen día desaparecieron y nunca más se supo de ellos, aunque creo que nadie del barrio los echó en falta.

Recordar el invierno es recordar el contraste del frío y el calor; el frío de la calle y el abrigo del hogar; las heladas sábanas y los pies fríos que buscan el consuelo del calorífero, un ladrillo macizo y ardiente envuelto en trapos, al mismo tiempo que te arrebujas bajo las mantas y el cobertor haciéndote un hoyo en el colchón de lana; el calor del brasero de cisco al que de vez en cuando hay que dar vueltas con la paleta cuidando que no produzca el maldito tufo, como en aquella ocasión en que estuvo a punto de dar un serio disgusto a mi padre, y las láminas de hielo que al amanecer, tras una larga noche de helada, cubren los cristales de la ventana del dormitorio formando labores escarchadas que parecen representación de extrañas figuras de adornos tejidos por manos anónimas y en las que vas abriendo orificios echando el aliento y rascando con el dedo hasta que logras ver la calle a través de ellos. Por ella pasa el carbonero, cara negra, manos negras, que cubre su cabeza y espaldas con una pieza basta de saco y ha parado a descargar el cisco y el carbón de bolas en el portal de enfrente. Si ha nevado, se ve a las vecinas afanarse con escobas y badiles para dejar limpias las puertas de las casas, y que por la forma de gesticular y por las expresiones de sus rostros quizá estén maldiciendo al frío, al mal tiempo y a la nevada. Se oye, alejándose hacia el centro de la ciudad, el ruido del motor renqueante de otro motocarro, distinto al de las gaseosas que ya pasó hace un rato, y un poco antes de la furgoneta del pan, a la misma hora de todos los días. También se oye el tañido de las campanas de San Pedro tocando a muerto, las campanas que doblan cuando muere algún vecino de la parroquia; es un toque inconfundible: triste, serio, lento y lúgubre, taan, taan, taan, avisando al vecindario que uno de los suyos acaba de dejarnos. ¿Quién habrá sido? Será raro que, en una ciudad tan pequeña, pronto no lo sepamos, pero podremos enterarnos enseguida si leemos la esquela colocada en la puerta de cualquier iglesia.

(CONTINÚA)