Bienvenido, abuelo. Ya creíamos que te habían raptado los vikingos o que habías cambiado las suaves costas mediterráneas por los abruptos y profundos fiordos. Es cierto que el foro está un poco muerto sin tus participaciones y por el verano, pero volveremos de nuevo con más colaboraciones, comentando temas actuales o costumbristas. Yo, como hace muchos años que no frecuento el pueblo, seguiré incidiendo en el costumbrismo, en mis recuerdos. Esperemos que haya muchas participaciones. Celebro la aparición de tu segundo libro; seguro que será un éxito, como el primero.
Hoy voy a elegir un personaje que, al igual que otros muchos artesanos, también ha desaparecido: El botijero.
La Taranzana es un barrio de Deza al que se accede por el camino de la Fuente Vieja. Es un barrio pequeño; en sus buenos tiempos solamente lo habitaban unas ocho o diez familias: casas a los dos lados del camino y una recoleta plaza junto a los huertecillos donde estaba la alfarería. Quizás por estar separado del pueblo, los vecinos estaban muy vinculados entre sí, como si todos fueran de una misma familia. A la entrada de la calle está la ermita de San Antonio y sus fiestas patronales, naturalmente, se celebraban el día 13 de Junio festividad del Santo. Por la mañana comenzaban con el bandeo de los dos campanillos gemelos que se ven en la foto y que ocupan los vanos de una esbelta espadaña, cuyo alegre bandeo estaba vetado para cualquiera que no fuera del barrio; seguían la misa y el sermón que, al ser la ermita de reducidas dimensiones, se predicaba desde uno de los balcones de la placita adornado con rosas y sándalo.
Pues bien, el botijero era un hombre bonachón de mediana edad, al que recuerdo siempre encorvado en su torno, modelando la arcilla con una milagrosa maestría. Digo milagrosa porque yo, niño de ocho o diez años, no comprendía como aquel hombre podía convertir, de un puñado de barro, aquellos cacharros tan perfectos que exponía en la botijería. Sobre una estantería de tablas apoyadas en la pared, tenía una colección de primorosos botijos convencionales, otros de los que llamábamos “de trago” porque, cuando los volcabas para beber, debido a un pequeño depósito, vertían un solo trago, otros de cuatro o más pitorros, cazuelas con varias asas, orondos cántaros con filigranas, gallos-botijos y una paloma que, al llenarla de agua y soplar por el pico, imitaba el canto de los pájaros haciendo unos graciosos gorgoritos; pero su obra maestra era un toro, un perfecto toro de arcilla que el esmalte había convertido en negro zaino y en el que el artista había plasmado su bravura en un salvaje derrote.
Cuando no tenía escuela por ser Jueves Lardero, por la matanza o por vacaciones, me dirigía con algún amigo a la Taranzana para ver trabajar al botijero en su torno. Siempre nos recibía con una sonrisa mientras nosotros nos colocábamos muy cerca observando como amasaba el barro en una artesa, cogía un puñado, lo colocaba sobre la platina, mojaba las manos en el agua de un cuenco y comenzaba a estirar el barro haciéndolo dúctil, moviendo el torno con los pies y dándole la velocidad adecuada. Poco a poco el barro iba tomando forma bajo sus hábiles manos modelando un botijo; una vez lo consideraba acabado, procedía a pegarle el asa y los pitorros, lo separaba de la platina cortándolo por medio de un fino bramante y, con mucho cuidado, lo llevaba al rincón donde varios objetos permanecían a la espera de ser conducidos al horno para ser cocidos.
Aunque no era persona de muchas palabras, recuerdo algunas frases que denotaban su inteligencia y bondad. Nos decía que la alfarería era uno de los oficios más antiguos del
mundo por que el hombre, desde la más remota antigüedad, tuvo la necesidad primaria de cocer los alimentos fabricando los primeros recipientes de barro por su resistencia al fuego.
Cuando un objeto no quedaba a su gusto, lo destruía arrojándolo detrás del alfar sobre un montón de cascotes, corriendo la misma suerte que otros que él consideraba imperfectos. Pero una de las frases que más me impactó, era un poema del que solo recuerdo el final:
…Pues en las artes del barro,
Dios fue el primer alfarero.
Y el hombre el primer cacharro.
Un saludo a todos, en especial a los taranzaneros.
Hoy voy a elegir un personaje que, al igual que otros muchos artesanos, también ha desaparecido: El botijero.
La Taranzana es un barrio de Deza al que se accede por el camino de la Fuente Vieja. Es un barrio pequeño; en sus buenos tiempos solamente lo habitaban unas ocho o diez familias: casas a los dos lados del camino y una recoleta plaza junto a los huertecillos donde estaba la alfarería. Quizás por estar separado del pueblo, los vecinos estaban muy vinculados entre sí, como si todos fueran de una misma familia. A la entrada de la calle está la ermita de San Antonio y sus fiestas patronales, naturalmente, se celebraban el día 13 de Junio festividad del Santo. Por la mañana comenzaban con el bandeo de los dos campanillos gemelos que se ven en la foto y que ocupan los vanos de una esbelta espadaña, cuyo alegre bandeo estaba vetado para cualquiera que no fuera del barrio; seguían la misa y el sermón que, al ser la ermita de reducidas dimensiones, se predicaba desde uno de los balcones de la placita adornado con rosas y sándalo.
Pues bien, el botijero era un hombre bonachón de mediana edad, al que recuerdo siempre encorvado en su torno, modelando la arcilla con una milagrosa maestría. Digo milagrosa porque yo, niño de ocho o diez años, no comprendía como aquel hombre podía convertir, de un puñado de barro, aquellos cacharros tan perfectos que exponía en la botijería. Sobre una estantería de tablas apoyadas en la pared, tenía una colección de primorosos botijos convencionales, otros de los que llamábamos “de trago” porque, cuando los volcabas para beber, debido a un pequeño depósito, vertían un solo trago, otros de cuatro o más pitorros, cazuelas con varias asas, orondos cántaros con filigranas, gallos-botijos y una paloma que, al llenarla de agua y soplar por el pico, imitaba el canto de los pájaros haciendo unos graciosos gorgoritos; pero su obra maestra era un toro, un perfecto toro de arcilla que el esmalte había convertido en negro zaino y en el que el artista había plasmado su bravura en un salvaje derrote.
Cuando no tenía escuela por ser Jueves Lardero, por la matanza o por vacaciones, me dirigía con algún amigo a la Taranzana para ver trabajar al botijero en su torno. Siempre nos recibía con una sonrisa mientras nosotros nos colocábamos muy cerca observando como amasaba el barro en una artesa, cogía un puñado, lo colocaba sobre la platina, mojaba las manos en el agua de un cuenco y comenzaba a estirar el barro haciéndolo dúctil, moviendo el torno con los pies y dándole la velocidad adecuada. Poco a poco el barro iba tomando forma bajo sus hábiles manos modelando un botijo; una vez lo consideraba acabado, procedía a pegarle el asa y los pitorros, lo separaba de la platina cortándolo por medio de un fino bramante y, con mucho cuidado, lo llevaba al rincón donde varios objetos permanecían a la espera de ser conducidos al horno para ser cocidos.
Aunque no era persona de muchas palabras, recuerdo algunas frases que denotaban su inteligencia y bondad. Nos decía que la alfarería era uno de los oficios más antiguos del
mundo por que el hombre, desde la más remota antigüedad, tuvo la necesidad primaria de cocer los alimentos fabricando los primeros recipientes de barro por su resistencia al fuego.
Cuando un objeto no quedaba a su gusto, lo destruía arrojándolo detrás del alfar sobre un montón de cascotes, corriendo la misma suerte que otros que él consideraba imperfectos. Pero una de las frases que más me impactó, era un poema del que solo recuerdo el final:
…Pues en las artes del barro,
Dios fue el primer alfarero.
Y el hombre el primer cacharro.
Un saludo a todos, en especial a los taranzaneros.