Así que Soria para mí era un mito y lo fue hasta que finalmente a los 17 años descubrí la realidad. No pude antes. Aunque parezca raro yo no había visto nunca en mi vida una ciudad tan grande y Soria me encantó. Me maravillaron los edificios del centro pues los de la periferia eran poco más o menos como los de mi pueblo; pero de ladrillo en vez de adobes. Me gusto mucho su Alameda, tanta gente paseando por el Collado y sobre todo ese río inmenso, que vi tan enorme, con su puente tan grande, que se llama Rio Duero. Lo primero que hice fue bajar a su embarcadero y alquilar una barca. Y pasearme por sus aguas aun a riesgo de naufragar pues yo solamente había navegado por piélagos de verdes sembrados, por acequias llenas de carrizo y chapuzado en el Henar, que a lo sumo te llegaba el agua a media rodilla, pescando cangrejos a mano y algún que otro barbo.
Hasta pronto.
Un abrazo.
Hasta pronto.
Un abrazo.
Subí a Soria por primera vez serpenteando por una carretera de machaca a lomos del coche de línea que era un ómnibus (en otros pueblos lo llamaban la camioneta) y que iba resoplando igual que un dinosario, levantando enormes polvaredas de polvo hasta su llegaba a Gómara. El alquitrán entonces lo empleaban para las carreteras importantes y en nuestra comarcal 252 tardarían en echarlo muchos años todavía. El citado "vinculo" que decía el tio Serafín, era de la empresa Ruiz que tenía sus cocheras debajo del Ayuntamiento soriano. Se llamaba el coche de las siete porque por Deza subía a las siete de la mañana y volvía a pasar camino de Cihuela a las siete de la tarde, conducido por el Sixto y cuyo cobrador era Donato con su carterilla al cinto de donde sacaba los tickets de los billetes y metía las pesetillas del importe cobrado.
Hasta luego.
Un abrazo.
Hasta luego.
Un abrazo.