Volviendo de nuevo a mis relatos costumbristas que se refieren a mi niñez en Deza, hoy quiero dedicarlo a una historia verídica ocurrida hace muchos años, cuando el campo estaba plantado de viñas, de esas viñas que desaparecieron en beneficio del cereal y que ya hemos hecho mención en varias ocasiones:
Mi primo T era un genio, un hombre que siempre andaba discurriendo; y se ensimismaba en sus ideas porque su imaginación llegaba muchos más lejos de la de cualquier otro paisano. Mi primo T pertenecía a una de esas familias acomodadas del pueblo: en su casa había tres yuntas de buenas mulas, poseía una apreciable hacienda, un numeroso ganado de ovejas, un criado para todo el año y un agostero, cometido que yo mismo ejercí durante dos veranos; pero mi primo T siempre andaba inventando algún artilugio, o perfeccionando aperos como unas trilladeras especiales para que no se mancaran las mulas o un refuerzo para que las abarcas no produjesen rozaduras. Durante mucho tiempo anduvo tras la descabellada idea de construir una larga tubería que, desde el cerro de San Roque, aprovechando el desnivel natural, transportara el trigo hasta el granero del Servicio Nacional que estaba ubicado en Cihuela. Así se evitaría el penoso transporte de los sacos y las talegas en carros o a lomos de las mulas.
Pero la historia que quería contar hoy comienza en el llano del Palancar. Mi primo T estaba podando la viña, tarea que también realizaban otros dos convecinos del pueblo en sus viñas respectivas tres o cuatro piezas más allá. Durante la mañana, mi primo observó cómo ambos andaban discutiendo. Cuando la discusión fue creciendo y estaban a punto de llegar a las manos o a las podaderas, mi primo se acercó a poner paz y a interesarse por el motivo de la reyerta, enterándose de que la causa era que uno de ellos, como ocurre en muchas ocasiones, no estaba de acuerdo con los límites de su pieza asegurando que el mojón, entre una y otra, estaba unos metros más a su favor. Quiso Dios que la burra de uno de los contendientes, que estuvo todo el día ramoneando mielgas, se echase a revolcar y que, por casualidad, descubriera dicho mojón que consistía en una piedra clavada que marcaba el límite, y que estaba oculta bajo la hierba. Así quedó dilucidada la cuestión, aceptando las dos partes la evidencia.
Mi primo T se quedó admirado, alabando a la burra y atribuyéndole una sabiduría, en justicia, que los humanos no habían sabido demostrar, pidiendo a los dos vecinos que le erigieran un monumento.
Esta historia, que la conoce mucha gente del pueblo, me la contó él mismo con todo lujo de detalles.
Un saludo.
Mi primo T era un genio, un hombre que siempre andaba discurriendo; y se ensimismaba en sus ideas porque su imaginación llegaba muchos más lejos de la de cualquier otro paisano. Mi primo T pertenecía a una de esas familias acomodadas del pueblo: en su casa había tres yuntas de buenas mulas, poseía una apreciable hacienda, un numeroso ganado de ovejas, un criado para todo el año y un agostero, cometido que yo mismo ejercí durante dos veranos; pero mi primo T siempre andaba inventando algún artilugio, o perfeccionando aperos como unas trilladeras especiales para que no se mancaran las mulas o un refuerzo para que las abarcas no produjesen rozaduras. Durante mucho tiempo anduvo tras la descabellada idea de construir una larga tubería que, desde el cerro de San Roque, aprovechando el desnivel natural, transportara el trigo hasta el granero del Servicio Nacional que estaba ubicado en Cihuela. Así se evitaría el penoso transporte de los sacos y las talegas en carros o a lomos de las mulas.
Pero la historia que quería contar hoy comienza en el llano del Palancar. Mi primo T estaba podando la viña, tarea que también realizaban otros dos convecinos del pueblo en sus viñas respectivas tres o cuatro piezas más allá. Durante la mañana, mi primo observó cómo ambos andaban discutiendo. Cuando la discusión fue creciendo y estaban a punto de llegar a las manos o a las podaderas, mi primo se acercó a poner paz y a interesarse por el motivo de la reyerta, enterándose de que la causa era que uno de ellos, como ocurre en muchas ocasiones, no estaba de acuerdo con los límites de su pieza asegurando que el mojón, entre una y otra, estaba unos metros más a su favor. Quiso Dios que la burra de uno de los contendientes, que estuvo todo el día ramoneando mielgas, se echase a revolcar y que, por casualidad, descubriera dicho mojón que consistía en una piedra clavada que marcaba el límite, y que estaba oculta bajo la hierba. Así quedó dilucidada la cuestión, aceptando las dos partes la evidencia.
Mi primo T se quedó admirado, alabando a la burra y atribuyéndole una sabiduría, en justicia, que los humanos no habían sabido demostrar, pidiendo a los dos vecinos que le erigieran un monumento.
Esta historia, que la conoce mucha gente del pueblo, me la contó él mismo con todo lujo de detalles.
Un saludo.