Buenos días Deza.
Buenos días amigos del foro.
Me meto en el túnel del tiempo y voy a retrasar unos años, volviendo al pasado ya lejano. Cuando yo era niño todo era natural; no se habían inventado los plásticos. Las cosas se metían y transportaban en capazos, cestos, cestas, sacos, serones y talegas. Había quien ataba las mangas de la chaqueta y allí cabía de todo, siempre que el producto no se chafara pues menuda la liabas. Los niños llevábamos el cuaderno de la escuela en la mano y las niñas, en el cabás.
La fruta se transportaba en barquillas y la uva para el lagar en cuévanos, una especie de envase en forma de cuerpo de mujer, con su cinturilla y abultadas caderas.
Ya digo que el plástico no existía y por lo tanto no tuvimos nunca la oportunidad de revolcarnos en estas colchonetas tan blanditas y acogedoras. Nuestros juegos se llevaban a cabo en viejos pajuceros donde se jugaba a “la cochinilla y al abadejo aquí te cojo y aquí te dejo”; el saltar a los montones de paja desde la era de arriba, con resultados a veces traumáticos, (recuerdo roturas de brazo y mordidas en la propias lenguas hasta dejarla casi cortadas); el esbaraculos, bajando por empinadas cuestas de arcilla, con un viejo balde en el culo para no romperse los pantalones y el subirse a los árboles para coger el nido de los pájaros.
Hasta otro rato.
Un abrazo.
Buenos días amigos del foro.
Me meto en el túnel del tiempo y voy a retrasar unos años, volviendo al pasado ya lejano. Cuando yo era niño todo era natural; no se habían inventado los plásticos. Las cosas se metían y transportaban en capazos, cestos, cestas, sacos, serones y talegas. Había quien ataba las mangas de la chaqueta y allí cabía de todo, siempre que el producto no se chafara pues menuda la liabas. Los niños llevábamos el cuaderno de la escuela en la mano y las niñas, en el cabás.
La fruta se transportaba en barquillas y la uva para el lagar en cuévanos, una especie de envase en forma de cuerpo de mujer, con su cinturilla y abultadas caderas.
Ya digo que el plástico no existía y por lo tanto no tuvimos nunca la oportunidad de revolcarnos en estas colchonetas tan blanditas y acogedoras. Nuestros juegos se llevaban a cabo en viejos pajuceros donde se jugaba a “la cochinilla y al abadejo aquí te cojo y aquí te dejo”; el saltar a los montones de paja desde la era de arriba, con resultados a veces traumáticos, (recuerdo roturas de brazo y mordidas en la propias lenguas hasta dejarla casi cortadas); el esbaraculos, bajando por empinadas cuestas de arcilla, con un viejo balde en el culo para no romperse los pantalones y el subirse a los árboles para coger el nido de los pájaros.
Hasta otro rato.
Un abrazo.
La capacidad de jugar de los niños tiene mucho de intuición. El abuelo nos cuenta, por ejemplo, que jugaban a saltar a los montones de paja desde la era. Estamos hablando de Deza y supongo que de los primeros cuarenta del siglo pasado. Unos veinte años más tarde, por la diferencia de edad que nos separa, curiosamente, chavales parecidos a los de Deza -o de aficiones parecidas-, a la salida vespertina del colegio, amontonábamos las hojas caídas de los chopos en pleno otoño y saltábamos desde una tapia sobre ellas, intentando el más difícil todavía. Entretenimientos sencillos y sin coste económico alguno que nos enseñaban a descubrir los límites y habilidades de nuestro cuerpo. La calle, como muy bien apuntaba pefeval hace unos días, nos enseñó mucho, entre otras cosas, a relacionarnos con otros semejantes. La calle era nuestra. Hoy ya no pertenece a los niños, por desgracia. Un saludo.