Hoy vuelvo al costumbrismo de nuestro pueblo y a una anécdota que, dice mi padre, le ocurrió a mi abuelo.
Sabido es que en casi todos los pueblos se nos conoce más por el apodo que por el nombre de pila. Pues bien, en Deza no podía ser menos y todos tenemos mote. Muchos de esos motes están originados por diversos motivos, historias, casos puntuales e incluso, en ocasiones, por una profesión. Podíamos relacionar muchos ejemplos, pero no quiero abundar en el tema porque los sabemos todos.
Entre los apodos- hablo de hace unos ciento veinte años-, había un paisano a quien motejaban el “tío Diablo”. Seguramente estaba originado porque dicho señor había actuado de diablo en la danza, o simplemente porque ya venía de antiguo por algún antepasado, como ocurre en muchos casos.
Para entender la historia, tenemos que remontarnos a aquellos años en que los misioneros itinerantes hablaban de bulas, evangelizando a los evangelizados, y lanzaban diatribas desde el púlpito aterrorizando a las gentes con el fuego del infierno, costumbre que, afortunadamente, ha desapareció después del Concilio Vaticano II.
Además, los viernes de cuaresma, se acudía a la iglesia al acto litúrgico del Miserere. No era el Miserere que narra Bécquer en su leyenda del mismo nombre, en la que, unos monjes cadavéricos desfilaban en la noche soriana portando una vela, cantando en gregoriano el acto de contrición del primer salmo del rey David.
Mi abuelo, como casi todos los vecinos, acudió al miserere después de un fatigoso día de trabajo, escuchó el sermón y, cansado como estaba, se durmió junto a una columna. Pues bien, cuando abrió los ojos se encontró en la más completa oscuridad en la monumental iglesia, alumbrada pobremente por la lamparilla del sagrario. La impresión debió ser terrorífica después del sermón acerca del infierno y teniendo en cuenta los enterramientos que existen en la iglesia.
A tientas, se dirigió a la puerta que, a pesar de estar cerrada con llave, seguramente se podría abrir desde el interior manipulando algún cerrojo.
Cuando, tanteando las paredes en la oscuridad estaba cerca de la salida, casi se desmaya del susto al palpar el cuerpo de alguien que, por lo visto, también se había quedado dormido. Dicho paisano, cuando notó el estremecimiento de mi abuelo, le espetó:
-No te asustes, que soy el Diablo.
No deja de tener su gracia la anécdota, pero supongo que la reacción pudo ser de infarto.
Un saludo
Sabido es que en casi todos los pueblos se nos conoce más por el apodo que por el nombre de pila. Pues bien, en Deza no podía ser menos y todos tenemos mote. Muchos de esos motes están originados por diversos motivos, historias, casos puntuales e incluso, en ocasiones, por una profesión. Podíamos relacionar muchos ejemplos, pero no quiero abundar en el tema porque los sabemos todos.
Entre los apodos- hablo de hace unos ciento veinte años-, había un paisano a quien motejaban el “tío Diablo”. Seguramente estaba originado porque dicho señor había actuado de diablo en la danza, o simplemente porque ya venía de antiguo por algún antepasado, como ocurre en muchos casos.
Para entender la historia, tenemos que remontarnos a aquellos años en que los misioneros itinerantes hablaban de bulas, evangelizando a los evangelizados, y lanzaban diatribas desde el púlpito aterrorizando a las gentes con el fuego del infierno, costumbre que, afortunadamente, ha desapareció después del Concilio Vaticano II.
Además, los viernes de cuaresma, se acudía a la iglesia al acto litúrgico del Miserere. No era el Miserere que narra Bécquer en su leyenda del mismo nombre, en la que, unos monjes cadavéricos desfilaban en la noche soriana portando una vela, cantando en gregoriano el acto de contrición del primer salmo del rey David.
Mi abuelo, como casi todos los vecinos, acudió al miserere después de un fatigoso día de trabajo, escuchó el sermón y, cansado como estaba, se durmió junto a una columna. Pues bien, cuando abrió los ojos se encontró en la más completa oscuridad en la monumental iglesia, alumbrada pobremente por la lamparilla del sagrario. La impresión debió ser terrorífica después del sermón acerca del infierno y teniendo en cuenta los enterramientos que existen en la iglesia.
A tientas, se dirigió a la puerta que, a pesar de estar cerrada con llave, seguramente se podría abrir desde el interior manipulando algún cerrojo.
Cuando, tanteando las paredes en la oscuridad estaba cerca de la salida, casi se desmaya del susto al palpar el cuerpo de alguien que, por lo visto, también se había quedado dormido. Dicho paisano, cuando notó el estremecimiento de mi abuelo, le espetó:
-No te asustes, que soy el Diablo.
No deja de tener su gracia la anécdota, pero supongo que la reacción pudo ser de infarto.
Un saludo