Los recuerdos de mi niñez acerca de los maestros, las escuelas y las costumbres de aquellos años de posguerra, debido a mi buena memoria, están frescos y aquel pasado lejano lo recuerdo casi con más nitidez que el pasado presente. Asistí a la clase de D. Jesús hasta que se marchó a Soria. D Jesús era bonachón y, aunque nos sacudía con un palo de pizarra, no castigaba mucho.
De aquella escuela, pasamos al ciclo siguiente. Cuando llegué a la de los mayores, todo cambió. Eran aquellos tiempos de la leche en polvo, del queso y de esa mantequilla amarillenta y horrible del plan Marshall. Hacíamos cola con un vaso en la mano para recibir la ración que previamente había preparado, por turno, una de nuestras madres.
Lo primero que hacíamos al llegar a la escuela, tras escuchar el silbato del maestro, era formar tres largas filas en la explanada de la Fortaleza junto al almacén donde guardaba el tabaco el tío Segundo. Tras escuchar las órdenes de: ¡firmes, ar!, ¡a cubrirse, ar!, ¡izquierda, ar! quedábamos situados frente al mástil donde se izaban las tres banderas: la roja y gualda, la azul y roja con el yugo y las flechas y la blanca con la cruz roja y aspada de San Andrés. Después se procedía a cantar el “Cara al sol” y a corear los gritos de rigor. Al acabar la jornada lectiva, por la tarde, se arriaba bandera con un rito similar.
Digo que cuando pasé a la escuela de los mayores cambió totalmente el sistema pedagógico. Quizás el maestro había entendido aquello de “la letra con sangre entra”, y nos quería convertir a todos en académicos de la lengua. El primer día nos enseñó su cinturón y nos dijo que lo consiguió en la guerra y había pertenecido a los arreos de un mulo; no insinuaba que nos iba a sacudir, lo afirmaba. Después de tantos años, todos mis coetáneos recordamos y comentamos los instrumentos de tortura de que aquel señor se proveía. Recuerdo que se dirigió a un compañero, le dio un pedazo de tiza, le señaló un encerado a la derecha y le indicó que pusiera unas cantidades. A pesar del miedo, todo iba saliendo bien hasta que le dijo que pusiera la cantidad de diez mil unidades; efectivamente, puso un uno y cuatro ceros. Él le dijo que aquello no estaba bien y que faltaba algo; el muchacho comenzó a dudar y, viéndole amenazador comenzó a poner ceros y a quitar ceros mientras el maestro le sacudía sin piedad. ¡Le dio una paliza por obviar el puntito entre el tercero y el cuarto cero! Muchos detalles similares y muchas absurdas palizas se podían contar de aquel año que permanecí en aquella escuela; afortunadamente me llevaron a estudiar interno y pude evitar el terror que me inspiraba aquel maestro. En su prepotencia, nos decía que éramos así de burros como consecuencia de las patatas del Güello, del vinagrillo de Deza y del agua del Suso. Yo, como todo mortal, tampoco soy perfecto pero reconozco que aquella pedagogía a base de palos no era la más idónea. La última vez que coincidí con aquel maestro fue en Madrid en la Casa de Campo cuando él ya estaba jubilado. Olvidando mis viejos prejuicios, me acerqué y le saludé.
Un saludo
De aquella escuela, pasamos al ciclo siguiente. Cuando llegué a la de los mayores, todo cambió. Eran aquellos tiempos de la leche en polvo, del queso y de esa mantequilla amarillenta y horrible del plan Marshall. Hacíamos cola con un vaso en la mano para recibir la ración que previamente había preparado, por turno, una de nuestras madres.
Lo primero que hacíamos al llegar a la escuela, tras escuchar el silbato del maestro, era formar tres largas filas en la explanada de la Fortaleza junto al almacén donde guardaba el tabaco el tío Segundo. Tras escuchar las órdenes de: ¡firmes, ar!, ¡a cubrirse, ar!, ¡izquierda, ar! quedábamos situados frente al mástil donde se izaban las tres banderas: la roja y gualda, la azul y roja con el yugo y las flechas y la blanca con la cruz roja y aspada de San Andrés. Después se procedía a cantar el “Cara al sol” y a corear los gritos de rigor. Al acabar la jornada lectiva, por la tarde, se arriaba bandera con un rito similar.
Digo que cuando pasé a la escuela de los mayores cambió totalmente el sistema pedagógico. Quizás el maestro había entendido aquello de “la letra con sangre entra”, y nos quería convertir a todos en académicos de la lengua. El primer día nos enseñó su cinturón y nos dijo que lo consiguió en la guerra y había pertenecido a los arreos de un mulo; no insinuaba que nos iba a sacudir, lo afirmaba. Después de tantos años, todos mis coetáneos recordamos y comentamos los instrumentos de tortura de que aquel señor se proveía. Recuerdo que se dirigió a un compañero, le dio un pedazo de tiza, le señaló un encerado a la derecha y le indicó que pusiera unas cantidades. A pesar del miedo, todo iba saliendo bien hasta que le dijo que pusiera la cantidad de diez mil unidades; efectivamente, puso un uno y cuatro ceros. Él le dijo que aquello no estaba bien y que faltaba algo; el muchacho comenzó a dudar y, viéndole amenazador comenzó a poner ceros y a quitar ceros mientras el maestro le sacudía sin piedad. ¡Le dio una paliza por obviar el puntito entre el tercero y el cuarto cero! Muchos detalles similares y muchas absurdas palizas se podían contar de aquel año que permanecí en aquella escuela; afortunadamente me llevaron a estudiar interno y pude evitar el terror que me inspiraba aquel maestro. En su prepotencia, nos decía que éramos así de burros como consecuencia de las patatas del Güello, del vinagrillo de Deza y del agua del Suso. Yo, como todo mortal, tampoco soy perfecto pero reconozco que aquella pedagogía a base de palos no era la más idónea. La última vez que coincidí con aquel maestro fue en Madrid en la Casa de Campo cuando él ya estaba jubilado. Olvidando mis viejos prejuicios, me acerqué y le saludé.
Un saludo
"LOS PROFESORES PIERDEN EL 16% DEL TIEMPO MANDANDO CALLAR"
Con este titular encabezaba su edición de ayer un periódico de esos gratuitos. Y en subtítulos.
"UN INFORME PONE LA ALERTA EN EL MAL COMPORTAMIENTO DE LOS ALUMNOS EN LAS AULAS ESPAÑOLAS"
Luego, el reportaje señala que entre tareas administrativas y disciplinarias se pierde el 30% del tiempo. Son datos de un informe internacional realizado en institutos. Esto se da, principalmente en 1º y 2º de ESO (los antiguos 7º y 8º de la E. G. B.). Son muchos los que creen que sacar a los alumnos de los colegios donde estaban hasta 8º fue un error. De la "letra con sangre entra"... a esto. Para reflexionar.
Con este titular encabezaba su edición de ayer un periódico de esos gratuitos. Y en subtítulos.
"UN INFORME PONE LA ALERTA EN EL MAL COMPORTAMIENTO DE LOS ALUMNOS EN LAS AULAS ESPAÑOLAS"
Luego, el reportaje señala que entre tareas administrativas y disciplinarias se pierde el 30% del tiempo. Son datos de un informe internacional realizado en institutos. Esto se da, principalmente en 1º y 2º de ESO (los antiguos 7º y 8º de la E. G. B.). Son muchos los que creen que sacar a los alumnos de los colegios donde estaban hasta 8º fue un error. De la "letra con sangre entra"... a esto. Para reflexionar.