Continuando con el costumbrismo, hoy quiero mencionar algunos viejos recuerdos:
La monotonía de la vida en el pueblo se veía interrumpida varias veces al año: cuando llegaba el Maruso con su circo ambulante mostrando algún mono o animal exótico, otras veces los húngaros con las famélicas cabras amaestradas que, al ritmo de la trompeta hacían equilibrios sobre unas sillas, un cine ambulante que colocaba el telón bajo el balcón des ayuntamiento y al que acudíamos provistos de nuestra respectiva silla y un par de espectáculos en el café del tío Fausto.
Otras veces llegaban al pueblo los cochineros con sus piaras. Se asentaban en la plaza, frente a la posada de la tía Lola, señora de grato recuerdo, y esperaban la visita de los clientes mientras entretenían a los cochinillos echándoles puñados de cebada.
Pero uno de los acontecimientos que más me llamaba la atención, era la llegada de aquellas interminables reatas de mulas. Llegaban al pueblo y se acomodaban en las cuadras del tío Sastre, frente al cuartel. Graciano voceaba el bando anunciándolo y los paisanos que tenían necesidad de abríos se acercaban para verlas, terminando muchas veces realizando el trato. Era curioso ver a los probables compradores como hacían correr a los animales trinándoles del ramal comprobando si estaban cojos, veían algún defecto o si las mulas eran falsas. Les metían los dedos bajo los belfos para verles los dientes y descubrir su edad en función de la longitud, la forma y el color de los incisivos. Con el paso de los años, estos dientes se desgastan y dejan al descubierto la pulpa dentaria, aunque algunos tratantes de poco fiar amañaban la dentadura.
Después comenzaba el trato: - ¿Cuánto pides? –Mándame tú y ya veremos. Y comenzaba el tira y afloja. En el pueblo, para evitar los mediadores que en muchas ferias estaban combinados con una u otra parte, solía mediar algún familiar.
Cuando por fin llegaban a un acuerdo acerca del precio, comprador, mediador y vendedor se daban la mano cerrando el trato. El estrecharse la mano era confirmar, darse la palabra, y constituía una costumbre de honor más eficaz que un acta notarial.
Después marchaban todos al café a celebrar el alboroque.
Un saludo.
La monotonía de la vida en el pueblo se veía interrumpida varias veces al año: cuando llegaba el Maruso con su circo ambulante mostrando algún mono o animal exótico, otras veces los húngaros con las famélicas cabras amaestradas que, al ritmo de la trompeta hacían equilibrios sobre unas sillas, un cine ambulante que colocaba el telón bajo el balcón des ayuntamiento y al que acudíamos provistos de nuestra respectiva silla y un par de espectáculos en el café del tío Fausto.
Otras veces llegaban al pueblo los cochineros con sus piaras. Se asentaban en la plaza, frente a la posada de la tía Lola, señora de grato recuerdo, y esperaban la visita de los clientes mientras entretenían a los cochinillos echándoles puñados de cebada.
Pero uno de los acontecimientos que más me llamaba la atención, era la llegada de aquellas interminables reatas de mulas. Llegaban al pueblo y se acomodaban en las cuadras del tío Sastre, frente al cuartel. Graciano voceaba el bando anunciándolo y los paisanos que tenían necesidad de abríos se acercaban para verlas, terminando muchas veces realizando el trato. Era curioso ver a los probables compradores como hacían correr a los animales trinándoles del ramal comprobando si estaban cojos, veían algún defecto o si las mulas eran falsas. Les metían los dedos bajo los belfos para verles los dientes y descubrir su edad en función de la longitud, la forma y el color de los incisivos. Con el paso de los años, estos dientes se desgastan y dejan al descubierto la pulpa dentaria, aunque algunos tratantes de poco fiar amañaban la dentadura.
Después comenzaba el trato: - ¿Cuánto pides? –Mándame tú y ya veremos. Y comenzaba el tira y afloja. En el pueblo, para evitar los mediadores que en muchas ferias estaban combinados con una u otra parte, solía mediar algún familiar.
Cuando por fin llegaban a un acuerdo acerca del precio, comprador, mediador y vendedor se daban la mano cerrando el trato. El estrecharse la mano era confirmar, darse la palabra, y constituía una costumbre de honor más eficaz que un acta notarial.
Después marchaban todos al café a celebrar el alboroque.
Un saludo.