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El despoblado de Castril (V)
Es bien conocida la antigua costumbre por la que los nobles favorecían a una determinada abadía o monasterio con sus donaciones. También familias económicamente más humildes fueron uniéndose a esta práctica con el paso de los siglos, aumentando así el poder temporal de que gozó el clero regular y secular. A través de estas donaciones, que quedaron debidamente registradas en documentos contractuales, se cedían tierras a cambio de que los monjes procuraran, por medio de misas y rezos, la salvación de las almas de los donantes y les aseguraran un puesto digno —al menos similar al privilegiado que hubieran gozado mientras deambularon por este valle de lágrimas, que ellos siempre pudieron y supieron enjugar— en la vida eterna.
Y de este modo los monjes se hicieron con la posesión de vastas extensiones de tierra, cuyo dominio útil unas veces cedían a los caballeros o grandes señores de la región a través de la constitución de censos enfitéuticos, que les reportaban los beneficios del canon establecidos anualmente; y en otras ocasiones se limitaban a “urbanizar” un trozo del terruño —construyendo casas y una ermita o iglesia— en el que establecían a un puñado de colonos que trabajaban de sol a sol para engrandecer la obra del Señor y, sobre todo, el patrimonio de cualquiera de los múltiples monasterios repartidos por la geografía hispana.
Las tierras de Castril pertenecieron al monasterio de La Vid por lo menos desde principios del siglo XV. También contaba dicho monasterio con dos ruedas de molino “corrientes y molientes” que en 1516, y según se contiene en documentos de apeo y deslinde, apenas si producían cuatro o cinco mil maravedíes anualmente, de los cuales se había de gastar una buena parte en reparaciones.