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DEZA: LA LLUECA...

LA LLUECA

Otro de los recuerdos de mi niñez en Deza sucedía todos los años en primavera: mi abuela preparaba cuidadosamente una cesta terrera, la cubría con unos puñados de paja, la subía al granero y, después de colocar los quince huevos que previamente había elegido, según su criterio, colocaba una gallina sobre ellos dejándola tranquila en la penumbra junto a una lata de trigo y otra de agua. La gallina se acomodaba inmóvil, como en una profunda meditación, cloqueando de un modo raro; y en esa postura habría de permanecer durante veintiún días dando calor a los huevos, enhuerándolos: se había convertido en llueca.
Cuando se lluecaba más de una gallina, era curioso ver a la abuela llevando a las innecesarias de una en una al Trascastillo, sumergiéndoles la cabeza en el río repetidas veces durante unos segundos; los suficientes para que no se ahogaran en la inmersión y el frío del agua les hiciera olvidarse de la lluequera.
Mi hermana y yo, con la natural curiosidad de niños, hacíamos varias visitas diarias a la llueca molestándola y haciéndole correr el riesgo de malograr su cometido, enfadando a la pobre abuela que optaba por cerrar el granero con llave para evitar que la incomodáramos, aborreciera los huevos o que nos contagiara de piejuelo- un pequeño parásito que se adhería a nuestra piel y del que era muy difícil desprenderse-. Sin embargo, con la ayuda de una silla, conseguíamos abrir la puerta y observábamos a la gallina. Como era lógico, cuando nos acercábamos demasiado, la llueca saltaba sobre nosotros furiosa y encrespada abandonando el nidal y atacándonos, protegiendo así su tesoro y reintegrándose de nuevo a su tarea.
Recuerdo en una ocasión en la que, junto con mis primas, decidimos subir a visitarla y robarle uno de los huevos para jugar al “palillo ciego”. No logramos nuestro propósito porque la pobre gallina se abalanzó sobre mí dejándome malparado por los picotazos, mientras mis compañeras de travesura huían despavoridas.
La abuela subió corriendo al oir el alboroto:
- ¡Puñeteros! ¿Qué habéis hecho a la llueca? ¡Va a aborrecer la nidada!
El “palillo ciego” era un juego que consistía en colocar un huevo sobre el suelo y, después de habernos provisto de un largo palo, vendarnos los ojos con un pañuelo y, tras dar unos giros rotatorios para desorientarnos, proceder a romperlo en tres tentativas por turno.
Un día, al salir de la escuela, subimos al granero para hacerle nuestra cotidiana visita, descubriendo admirados que ya se había producido la eclosión de los huevos, convirtiéndolos en una docena de pollitos amarillos de peluche que piaban sin cesar. La gallina ya no se mostraba tan agresiva y se paseaba orgullosa seguida de su “balbuceante” prole. Mi abuela nos dijo que permanecerían al cuidado de su madre hasta que fueran capaces de acomodarse para acostarse en la percha del gallinero.
Ahora solo faltaba por averiguar su sexo: si eran pollitas se quedarían para ponedoras, relevando así a las que se estaban quedando viejas, que habrían de ser sacrificadas para caldo, o bien a aquellas que habían muerto de muerte natural; en cambio si, debido a la mala suerte, eran pollos, servirían de banquete para las grandes ocasiones. En el gallinero se solía dejar un solo gallo para perpetuar la especie. Era difícil conocer su sexo antes de que les saliera la cresta, pero la abuela sabía distinguirlos, quizás por el tamaño de sus patitas,
Pero ella tenía suerte, casi siempre sacaba mayoría de pollitas; creo que se debía a un curioso ritual que previamente realizaba con los huevos, agitándolos suavemente, colocándoselos junto a la oreja y mirándolos minuciosamente al trasluz de una bombilla para observar la prendedura.
En algunos documentales he visto como nace un pollito en una incubadora; son unos animalitos tan inocentes que siguen a cualquier persona, animal o cosa que se mueva junto a ellos cuando salen del cascarón: eso es la impronta, aunque lo definan como el instinto que sirve para reconocer al progenitor mientra se aprenden las primeras lecciones de vida.
Mi abuela nos regaló los tres huevos hueros, que no habían eclosionado, para jugar al “palillo ciego”.

(Mi niñez en Deza)