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POR TIERRAS DE " LA RAYA" (VI)
El pueblo no me resulta del todo desconocido, pues voy identificando algunas casas, calles y rincones que aparecen fotografiadas en el foro. Con el oído pendiente a las palabras del abuelo y la vista observando cuanto nos rodea, subimos la empinada cuesta hasta la iglesia que en estos momentos se encuentra abierta. En la explanada que se extiende delante de ella, cubierta por una hierba seca y rala, nos explica el abuelo que antaño hubo un cementerio. Mi anfitrión ejerce de perfecto cicerone, aunque su lenguaje es sobrio y conciso y no se prodiga en los excesos verbales a que otros nos tienen acostumbrados, quienes se oyen ellos solos. Dos mujeres bisbisean sus oraciones en un murmullo ininteligible, mientras observamos la amplia iglesia, sus retablos, la capilla del Rosario y el Cristo del Consuelo que tantas evocaciones ha de traer a los dezanos. Algunas capillas muestran manchas de humedad que me hacen pensar en la difícil conservación de tanto patrimonio artístico acumulado, mientras el azote de la despoblación asola nuestros núcleos rurales. Ya no quedan mecenas y, de haberlos, antes han de gastar sus caudales en promocionar millonarias figuras del deporte. Panem et circenses. Antes de salir vuelvo la vista al coro y observo el magnífico órgano. La de tiempo que llevará silencioso sin que manos expertas le arranquen sonidos que acompañen a los fieles dezanos. Inevitablemente me acuerdo de Bécquer y de Maese Pérez, el organista. Aquí no ha de volver a repetirse el milagro. Las dos señoras de antes interrumpen sus rezos y saludan al abuelo y a los presentes. Una de ellas me cuenta que en sus tiempos de niña había en el pueblo seis escuelas –aulas- con unos cuarenta niños en cada una.
El pueblo no me resulta del todo desconocido, pues voy identificando algunas casas, calles y rincones que aparecen fotografiadas en el foro. Con el oído pendiente a las palabras del abuelo y la vista observando cuanto nos rodea, subimos la empinada cuesta hasta la iglesia que en estos momentos se encuentra abierta. En la explanada que se extiende delante de ella, cubierta por una hierba seca y rala, nos explica el abuelo que antaño hubo un cementerio. Mi anfitrión ejerce de perfecto cicerone, aunque su lenguaje es sobrio y conciso y no se prodiga en los excesos verbales a que otros nos tienen acostumbrados, quienes se oyen ellos solos. Dos mujeres bisbisean sus oraciones en un murmullo ininteligible, mientras observamos la amplia iglesia, sus retablos, la capilla del Rosario y el Cristo del Consuelo que tantas evocaciones ha de traer a los dezanos. Algunas capillas muestran manchas de humedad que me hacen pensar en la difícil conservación de tanto patrimonio artístico acumulado, mientras el azote de la despoblación asola nuestros núcleos rurales. Ya no quedan mecenas y, de haberlos, antes han de gastar sus caudales en promocionar millonarias figuras del deporte. Panem et circenses. Antes de salir vuelvo la vista al coro y observo el magnífico órgano. La de tiempo que llevará silencioso sin que manos expertas le arranquen sonidos que acompañen a los fieles dezanos. Inevitablemente me acuerdo de Bécquer y de Maese Pérez, el organista. Aquí no ha de volver a repetirse el milagro. Las dos señoras de antes interrumpen sus rezos y saludan al abuelo y a los presentes. Una de ellas me cuenta que en sus tiempos de niña había en el pueblo seis escuelas –aulas- con unos cuarenta niños en cada una.
