Buenos días Deza: Creo que pocos vecinos del pueblo lleguen a ver este mensaje. Son recuerdos de mi infancia y la de otros muchos. En aquel entonces, en estas mañanas frías de invierno, por poco que se pudiese se salía al campo a labrar y más específicamente, en este tiempo a sembrar. Las caballerías, del fuelle de sus pulmones, expulsaban por sus narices, fosas nasales o belfos, (estas palabras tan cursis aprendí más tarde cuando salí de mi hábitat), unos chorros de vapor que llegaban hasta el suelo. El labrador, generalmente el amo de la yunta, salía marcando el paso en primera fila, con la bufanda rodeada al cuello, la boina hasta las orejas, el ramal a los hombros, las manos en los bolsillos, la chaqueta abotonada sobre el pecho, el cigarro entre la comisura de los labios, confundiéndose el humo con el aliento de su respiración, quizá camino de la cuesta de San Roque. En el trayecto inicial, marcado por los ladridos de su perro y por la impronta de los moñigos mañaneros, que como pastelitos recién salidos del horno humeaban en la nevera natural, no frost, de estos bellos amaneceres, quizá vieras y era común, a una vecina con pocos recursos maquileros, recogiendo en un cubo tan preciado tesoro que serviría para acallar, revueltos con un poco de harina de cebada, el estómago de su cochinillo, que en la corte, estaría esperando impaciente, tan rico yantar.
Seguiremos...
Un abrazo.
Seguiremos...
Un abrazo.