3 de septiembre
SANTA SERAPIA,
SERAFINA o SERAFIA Virgen y Mártir
La inocente virgen y esforzada mártir de Cristo, santa Serapia, llamada también Serafina y Serafia, nació en Antioquía de Siria, de padres cristianos, los cuales dejando su patria para escapar de la persecución de Adriano, se fueron a Italia y acabaron santamente sus días en Roma.
Quedó pues huérfana de padre y madre, Serapia a la edad de quince años no cumplidos, y sin tener otro amparo que el de su esposo Cristo Jesús, a quien había ofrecido la flor de su virginidad. A pesar de que algunos nobles mancebos prendados de su hermosura la pidieron por esposa, prefiriendo ella la humildad de la cruz a los regalos y gloria del mundo, entró a servir en la casa de una dama romana, joven y viuda, por nombre Sabina, cuyo genio áspero y antojadizo le dio sobradas ocasiones de padecer por Cristo muchas injurias y malos tratos. Sabina se maravilló de la extraña paciencia de su sierva, y deseosa de saber la causa, entendió que la fe cristiana que Serapia profesaba era la que tanto aliento le infundía, para llevar con tan gran sosiego y gozo los insultos. Trocado con esta noticia su corazón, quiso abrazar la misma fe y se hizo bautizar.
Al poco tiempo por consejo de Serapia se retiraron ambas con algunas otras doncellas cristianas a una de las posesiones que tenía la señora en Umbría, donde vivieron más como religiosas en el retiro del claustro, que como seglares en el mundo. Llegó a oídos del prefecto de la ciudad, llamado Berilo, lo que pasaba en la casa de Sabina, y que quien todo lo dirigía era Serapia, y envió allá ministros para que la apresaran. No permitió Sabina que fuera sola, sino que ella misma la acompañó. Viendo el juez ante su tribunal a tan noble dama, no creyendo fuese cristiana, por respeto de su nobleza, mandó que soltasen a Serapia, y permitió que las dos volvieran a su casa. Pasados tres días, se acordó Berilo de Serapia y con maligna y liviana intención mandó otra vez prenderla. A las pocas demandas y respuestas de Berilo con Serapia, dijo ésta que conservándose casta y pura era templo de Dios; y entendiendo por estas palabras el impío juez que era cristiana, la entregó a los mozos lascivos para que la deshonrasen, pero la santa, al verse sola con ellos, suplicó a Jesucristo que la guardase, y al punto cayeron muertos los mozos como si hubieran sido heridos por un rayo del cielo, y ella perseveró toda la noche en oración. A la mañana el presidente se espantó al saber lo que había pasado, mas atribuyéndolo a artes de magia diabólica, mandó que abrasasen los costados de la santa con hachas encendidas, las cuales en tocándola se apagaron, cayendo muertos los verdugos; la hizo después azotar como a cristiana y hechicera, y sintiéndose luego un gran terremoto. Finalmente el prefecto, corrido, ordenó cortarle la cabeza, en cuyo martirio entregó la santa virgen y mártir gloriosa su purísima alma al Creador. Dio a su sagrado cuerpo honrosa sepultura Sabina, en cuyo piadoso oficio, sorprendida por los ministros, mereció también sellar la fe con su sangre después de padecer cruelísimos tormentos.
SANTA SERAPIA,
SERAFINA o SERAFIA Virgen y Mártir
La inocente virgen y esforzada mártir de Cristo, santa Serapia, llamada también Serafina y Serafia, nació en Antioquía de Siria, de padres cristianos, los cuales dejando su patria para escapar de la persecución de Adriano, se fueron a Italia y acabaron santamente sus días en Roma.
Quedó pues huérfana de padre y madre, Serapia a la edad de quince años no cumplidos, y sin tener otro amparo que el de su esposo Cristo Jesús, a quien había ofrecido la flor de su virginidad. A pesar de que algunos nobles mancebos prendados de su hermosura la pidieron por esposa, prefiriendo ella la humildad de la cruz a los regalos y gloria del mundo, entró a servir en la casa de una dama romana, joven y viuda, por nombre Sabina, cuyo genio áspero y antojadizo le dio sobradas ocasiones de padecer por Cristo muchas injurias y malos tratos. Sabina se maravilló de la extraña paciencia de su sierva, y deseosa de saber la causa, entendió que la fe cristiana que Serapia profesaba era la que tanto aliento le infundía, para llevar con tan gran sosiego y gozo los insultos. Trocado con esta noticia su corazón, quiso abrazar la misma fe y se hizo bautizar.
Al poco tiempo por consejo de Serapia se retiraron ambas con algunas otras doncellas cristianas a una de las posesiones que tenía la señora en Umbría, donde vivieron más como religiosas en el retiro del claustro, que como seglares en el mundo. Llegó a oídos del prefecto de la ciudad, llamado Berilo, lo que pasaba en la casa de Sabina, y que quien todo lo dirigía era Serapia, y envió allá ministros para que la apresaran. No permitió Sabina que fuera sola, sino que ella misma la acompañó. Viendo el juez ante su tribunal a tan noble dama, no creyendo fuese cristiana, por respeto de su nobleza, mandó que soltasen a Serapia, y permitió que las dos volvieran a su casa. Pasados tres días, se acordó Berilo de Serapia y con maligna y liviana intención mandó otra vez prenderla. A las pocas demandas y respuestas de Berilo con Serapia, dijo ésta que conservándose casta y pura era templo de Dios; y entendiendo por estas palabras el impío juez que era cristiana, la entregó a los mozos lascivos para que la deshonrasen, pero la santa, al verse sola con ellos, suplicó a Jesucristo que la guardase, y al punto cayeron muertos los mozos como si hubieran sido heridos por un rayo del cielo, y ella perseveró toda la noche en oración. A la mañana el presidente se espantó al saber lo que había pasado, mas atribuyéndolo a artes de magia diabólica, mandó que abrasasen los costados de la santa con hachas encendidas, las cuales en tocándola se apagaron, cayendo muertos los verdugos; la hizo después azotar como a cristiana y hechicera, y sintiéndose luego un gran terremoto. Finalmente el prefecto, corrido, ordenó cortarle la cabeza, en cuyo martirio entregó la santa virgen y mártir gloriosa su purísima alma al Creador. Dio a su sagrado cuerpo honrosa sepultura Sabina, en cuyo piadoso oficio, sorprendida por los ministros, mereció también sellar la fe con su sangre después de padecer cruelísimos tormentos.