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DEZA: El otro día nos habló el Abuelo, de Tomás, una perla...

En la viña del Señor, tiene que haber de todo. Hay racimos dulces y también hay agraz. En los doce años que residí en Deza, sucedieron muchas cosas; algunas se han olvidado y otras han quedado en la memoria. Unas fueron buenas y otras menos buenas. Hablando de cosas placenteras y teniendo en cuenta el tiempo en que nos encontramos, podemos hablar de las uvas y, por supuesto, del vino. Junto a nuestra residencia palaciega, existía un lagar, un lugar dormido durante todo el año; pero que ahora se convertía en una verdadera fiesta. Después de efectuada la limpieza, comenzaban a descargar los racimos de uvas, posteriormente y antes de fermentar, se podía degustar el rico mosto, después el vino y finalmente, por destilación en el alambique, se obtenía el aguardiente. Bueno pues del aguardiente recuerdo poco, pero de las uvas y del mosto sí, porque los hombres que pisaban las uvas, nos daban a probar un poco de todo. Sería, creo yo, por aquello de la vecindad. Gracias una vez más a la gente buena.

Respecto a los recuerdos menos buenos, está sin duda la trágica muerte de un chico, mayor que yo, bajando la cuesta de la Parra. Existía la mala costumbre de agarrarse a la caja de los camiones, mientras la velocidad del vehículo lo permitía. En este caso, al bajarse, cayó mal y la rueda gemela del lado derecho, pasó por encima de su cabeza. Recuerdo el crujido y la pena de todos los chicos que estábamos cerca.

También hubo fallecimientos antes de término. Son aquellos que suceden contra natura y causan mucho dolor en la población. Recuerdo varios, pero el último fué el del tio Cayetano. Como estaba en la secretaría, me invitaron a presenciar la autopsia. No me lo pensé demasiado y asistí, junto al juez de paz, el secretario y por supuesto, el forense. Fué una experiencia dura, pero interesante, ya que te hace ver que la vida no es Arcadia. Ahora los papás consideran de mal gusto que los niños asistan al tanatorio e incluso que se hable de la muerte. Entonces era habitual que los chicos fuéramos a las casas donde sucedían los óbitos. Recuerdo el fallecimiento de Ramón, vivía en un bajo de la Casa Grande. Murió solo y pobremente; pero en la mesa tenía un trozo de queso y un pedazo de pan. Mi comentario, entonces y en varias ocasiones posteriores, fué que todavía le había sobrado comida.

El otro día nos habló el Abuelo, de Tomás, una perla que no dejó huella en mi vida, ya que no recuerdo nada de él. Sin embargo yo también tuve un Tomás, de recuerdo funesto. No tenía este nombre y por evitar un disgusto al santo que le dió nombre y porque no me gustaría que algún familiar sufriera por este desagradable individuo, solo diré que siempre que me veía en zonas poco transitadas, me pegaba sin piedad y me decía que me tenía mucha tirria. Él tendría cuatro o cinco años más que yo y si a un chico de nueve años, lo pilla uno de catorce, poco tiene que hacer el primero. A pesar de que mi padre habló con su padrastro en infinidad de ocasiones, no hubo manera de solucionar la pesadilla. Creo que no respetaba ni a padres ni a maestros y en aquel tiempo, esto no era muy normal. No recuerdo el final de la historia, aunque me imagino que algún día se cansaría de pegar a un indefenso. Estas situaciones no ocurrian cuando había hermanos mayores, pues ellos se encargaban de dar lo necesario a estos valentones.