EL PANADERO
La yegua llevaba ya un buen rato cabeceando todo lo que le permitía el ramal que la ataba a una herradura clavada en el primer poste de los soportales. Cabeceaba de aburrimiento, de hambre y de desesperación por el tiempo que llevaba allí sola y desamparada. Esa misma desesperación era la que llevaba a la teniente O´Neill desde la cocina a la puerta de casa. Iba, volvía y decía como una letanía, " Y este hombre cuando se va a ir a casa". Ese hombre era Vicente, El Panadero. Unos cuantos días a la semana venía a caballo desde Rioseco con las alforjas llenas de hogazas de pan y, si había suerte y dinero para comprarlas, con tortas de chicharro. Algunas veces también muy especiales traía dulces que se derretían en la boca y a algunos nos producían unos insufribles dolores de muelas. Venía con la yegua por el alto de la dehesa, repartía el pan y con mucha frecuencia se iba a la cantina a compartir porrón y conversaciones con Juan, el Petón, padre de la Luisa. Lo agradable de la compañía, el relax después del trabajo y el calorcillo del morapio eran los culpables de la desesperación de la yegua. El animal tenía ganas de volver, y no se podía ir solo porque más de una noche su jinete se adormilaba en la silla y era ella la que tenía que conducirlo a casa. Es otra de las fotos fijas que guarda mi baúl de la infancia. Cuando aparecía por la esquina de la plaza mi madre le echaba el rapapolvos acostumbrado y Vicente le contestaba siempre con un sonrisa y con un gesto de resignación sin más culpabilidad de la necesaria. Vicente era un hombre muy querido en Blacos y no sólo porque nos traías un alimento tan básico como el pan, sino porque se hacía querer con su carácter extrovertido y cercano, siempre afable y siempre dispuesto a hacer cualquier favor. Era uno más entre sus parroquianos. Luego, años después, se modernizó y venía con un motocarro, que era como una moto con cabina y una caja de mercancías detrás donde llevaba las hogazas. Desde ese momento acortaba algo sus tertulias con Juan, porque tenía que volver por la carretera y además el trayecto era más largo. De todas formas era un hombre que casi nunca tenía prisa. Recuerdo que una vez me fui con él a Rioseco, probablemente porque mi madre iba a ir al día siguiente y yo no tendría muchas ganas de ir andando. Me llevó en el motocarro y era ya noche cerrada. En la Fuente de La Mercadera hicimos una parada porque tenía que llevarle el pan al único vecino que quedaba. Un vecino por cierto que ese día tendría que merendar e incluso cenar con pan duro, porque a la hora que le llevó la hogaza estaría ya a punto de irse a la cama. Yo me quedé en el motocarro aparcado y Vicente subió andando con las hogazas. Tardó u buen rato en bajar, el de La Mercadera debía ser otro amigo con el que le gustaba echar un rato de conversación. Y llega a la moto, yo medio dormido y asustado, y va y me dice " Hoy me he dado más prisa para no tenerte aquí esperando". Fijaos si me impactó que todavía lo recuerdo y además le sigo estando muy agradecido de que esa noche llegara a dormir a una hora prudente.
Tampoco tenía ninguna prisa cuando los mozos de Blacos iban a fiestas de Rioseco y siempre paraban en su casa, que además de panadería era bar e incluso restaurante porque muchas veces cenaban allí. Lo que decía, Vicente era uno más, tanto si estabas en Blacos como si estabas en su casa de Rioseco. Y seguro que algo de esto pensaron el otro día todos los que se acercaron hasta Rioseco para despedirse con un adiós en lugar de con un hasta luego. Ya no había yegua, no hay cantina, no hay hogazas, no hay nadie en La Mercadera... y lo único que queda es esa viga en el principio de los soportales que puede mantener un vago recuerdo de un hombre que fue uno más entre todos los demás. Durante muchos años fue El Panadero, con mayúscula. Y lo fue no sólo porque nos trajera el pan, sino porque dejó para muchos una imagen eterna de un hombre que se hacía querer y se le quería, incluso en esas noches oscuras en las que la yegua cabeceaba de aburrimiento, de hambre y de desesperación. Cada vez que pase por la Fuente de la Mercadera miraré hacía arriba y seguro que veo tu perfil con la hogaza debajo del brazo buscando un rato de amistad. Será un recuerdo para que no desaparezcas de la memoria.
La yegua llevaba ya un buen rato cabeceando todo lo que le permitía el ramal que la ataba a una herradura clavada en el primer poste de los soportales. Cabeceaba de aburrimiento, de hambre y de desesperación por el tiempo que llevaba allí sola y desamparada. Esa misma desesperación era la que llevaba a la teniente O´Neill desde la cocina a la puerta de casa. Iba, volvía y decía como una letanía, " Y este hombre cuando se va a ir a casa". Ese hombre era Vicente, El Panadero. Unos cuantos días a la semana venía a caballo desde Rioseco con las alforjas llenas de hogazas de pan y, si había suerte y dinero para comprarlas, con tortas de chicharro. Algunas veces también muy especiales traía dulces que se derretían en la boca y a algunos nos producían unos insufribles dolores de muelas. Venía con la yegua por el alto de la dehesa, repartía el pan y con mucha frecuencia se iba a la cantina a compartir porrón y conversaciones con Juan, el Petón, padre de la Luisa. Lo agradable de la compañía, el relax después del trabajo y el calorcillo del morapio eran los culpables de la desesperación de la yegua. El animal tenía ganas de volver, y no se podía ir solo porque más de una noche su jinete se adormilaba en la silla y era ella la que tenía que conducirlo a casa. Es otra de las fotos fijas que guarda mi baúl de la infancia. Cuando aparecía por la esquina de la plaza mi madre le echaba el rapapolvos acostumbrado y Vicente le contestaba siempre con un sonrisa y con un gesto de resignación sin más culpabilidad de la necesaria. Vicente era un hombre muy querido en Blacos y no sólo porque nos traías un alimento tan básico como el pan, sino porque se hacía querer con su carácter extrovertido y cercano, siempre afable y siempre dispuesto a hacer cualquier favor. Era uno más entre sus parroquianos. Luego, años después, se modernizó y venía con un motocarro, que era como una moto con cabina y una caja de mercancías detrás donde llevaba las hogazas. Desde ese momento acortaba algo sus tertulias con Juan, porque tenía que volver por la carretera y además el trayecto era más largo. De todas formas era un hombre que casi nunca tenía prisa. Recuerdo que una vez me fui con él a Rioseco, probablemente porque mi madre iba a ir al día siguiente y yo no tendría muchas ganas de ir andando. Me llevó en el motocarro y era ya noche cerrada. En la Fuente de La Mercadera hicimos una parada porque tenía que llevarle el pan al único vecino que quedaba. Un vecino por cierto que ese día tendría que merendar e incluso cenar con pan duro, porque a la hora que le llevó la hogaza estaría ya a punto de irse a la cama. Yo me quedé en el motocarro aparcado y Vicente subió andando con las hogazas. Tardó u buen rato en bajar, el de La Mercadera debía ser otro amigo con el que le gustaba echar un rato de conversación. Y llega a la moto, yo medio dormido y asustado, y va y me dice " Hoy me he dado más prisa para no tenerte aquí esperando". Fijaos si me impactó que todavía lo recuerdo y además le sigo estando muy agradecido de que esa noche llegara a dormir a una hora prudente.
Tampoco tenía ninguna prisa cuando los mozos de Blacos iban a fiestas de Rioseco y siempre paraban en su casa, que además de panadería era bar e incluso restaurante porque muchas veces cenaban allí. Lo que decía, Vicente era uno más, tanto si estabas en Blacos como si estabas en su casa de Rioseco. Y seguro que algo de esto pensaron el otro día todos los que se acercaron hasta Rioseco para despedirse con un adiós en lugar de con un hasta luego. Ya no había yegua, no hay cantina, no hay hogazas, no hay nadie en La Mercadera... y lo único que queda es esa viga en el principio de los soportales que puede mantener un vago recuerdo de un hombre que fue uno más entre todos los demás. Durante muchos años fue El Panadero, con mayúscula. Y lo fue no sólo porque nos trajera el pan, sino porque dejó para muchos una imagen eterna de un hombre que se hacía querer y se le quería, incluso en esas noches oscuras en las que la yegua cabeceaba de aburrimiento, de hambre y de desesperación. Cada vez que pase por la Fuente de la Mercadera miraré hacía arriba y seguro que veo tu perfil con la hogaza debajo del brazo buscando un rato de amistad. Será un recuerdo para que no desaparezcas de la memoria.