Hace algún tiempo ponía unas letras de mis orígenes y vivencias de mi pueblo, y creo que también la de muchas personas por no decir de la mayoría de nuestro pueblo.
Al leer el artículo de nuestro paisano José Jiménez Lozano titulado: “Lumbres de otoño”, he recordado aquellos tiempos en el que la familia nos reuníamos para jugar a las cartas, bien los fines de semana, o los días festivos, calentándonos con el calor de la lumbre o de la calefacción.
Con el permiso de su autor os pongo el artículo íntegramente, creo que merece la pena
Lumbres de otoño
Cada vez es más corto el tiempo de rastrojera, en el otoño; es decir, el tiempo en que proseguían las raíces de la mies segada, antes de la siembra. Y cada vez que se comprueba una cosa así, se comprueba igualmente que también son más raras las fogatas y hogueras otoñales hechas con aquellas pajas de los rastrojos o incendiando diariamente estos mismos. Y, como tampoco se duerme ya en las majadas, lo que a lo mejor resultaba muy romántico para los lectores bucólicos, pero casi siempre era muy incómodo para los pastores, tampoco se encienden ya lumbres junto a las que dormir y que desde lejos eran como incandescentes rosas en el lugar sobre el que había caído un pequeño meteorito o una estrella. Aunque, desgraciadamente, pese a todos los adelantos y a los cantautores y magos políticos, gentes hay –y no pocas– que tienen que dormir a la intemperie porque otro cobijo no tienen, y precisan encender un pequeño fuego siquiera para aliviar el escalofrío que se siente cuando va a romper el día.
Pero felices son esas gentes si tienen que encender una hoguera porque tienen algún pequeño cultivo y éste exige madrugones, o realizan ese pequeño cultivo despreciando unas pequeñas energías que pueden parecer ridículas, pero que, según la tradición hortelana, garantizan la exquisitez de los tomates, que únicamente se consigue sembrándolos junto a una pared de barro que guarda mucho sol o una pared que deja pasar el calor del hogar de dentro de la casa y por eso mismo era y es un lugar muy codiciado para la charla campesina. De otro modo será difícil que los tomates no se hielen o adelanten como es de esperar, si estaban plantados en esa solanilla o en el invernadero, en el que a veces no alcanza a algunas plantas el velo del papel aceitado o encerado, o el del plástico, o, si el invernadero era acristalado, había cristal roto en alguna parte. Pongamos por caso como el cristal que estaba también roto en casa de la patrona de don Antonio Machado en Segovia, que era toda una recia reliquia.
El caso es que una fogata o un cristal roto también tienen sus sonoridades en el alma, y la iluminan, la confortan, o la hieren. Incluso pueden trastornarla. Ricardo III ofrecía su reino entero por un caballo, pero no creo que pueda ofrecerse más barato un vaso de agua en tiempo de calorina, o una taza de caldo y, desde luego una lumbre, cuando el frío nos atenaza. Entonces damos por cualquier calorcillo no sólo un reino, hasta nuestro yo y nuestra ánima. O traicionamos a quien más queremos. De esta pasta estamos hechos, y más vale no andar con disimulos ni retóricas; y al menos hay un abril –ese mes que inaugura tan devastadoramente el poema de Elliot «La tierra baldía»–, en el que el calorcillo de una hoguera en noche fría, y de pesar y miedo, sedujo a un hombre, y le llevó a la traición.
Pero hay muchas clases de hogueras y muchas clases de lumbres, de manera que podríamos decir que ofrecen un calor muy distinto, y tenemos que hablar de ellas distintamente; y si no las hay las recordamos como las iluminaciones de los «Libros de Horas» de nuestra infancia y adolescencia, o las brasas que nos quedan más adentro en nuestra memoria y nuestro corazón, y cualquier chispita las reviven, y siguen ofreciendo esa sensación tan indefinible y admirable que no cualquier fuego es capaz de producir. Y esto es lo que llamamos «el amor de la lumbre», o cuando de una lumbre puede decirse que nos ofrece amor, que es una calidez de los adentros y una muy exacta tibieza corporal, y no acertamos a retirarnos de ella. Si alguien ha tenido conversación o ha hecho lecturas en su compañía, no podrá olvidarlas. No todas las personas, ni todos los libros, resisten una conversación o una lectura al calorcillo de esas brasas.
Saludos para todos
Al leer el artículo de nuestro paisano José Jiménez Lozano titulado: “Lumbres de otoño”, he recordado aquellos tiempos en el que la familia nos reuníamos para jugar a las cartas, bien los fines de semana, o los días festivos, calentándonos con el calor de la lumbre o de la calefacción.
Con el permiso de su autor os pongo el artículo íntegramente, creo que merece la pena
Lumbres de otoño
Cada vez es más corto el tiempo de rastrojera, en el otoño; es decir, el tiempo en que proseguían las raíces de la mies segada, antes de la siembra. Y cada vez que se comprueba una cosa así, se comprueba igualmente que también son más raras las fogatas y hogueras otoñales hechas con aquellas pajas de los rastrojos o incendiando diariamente estos mismos. Y, como tampoco se duerme ya en las majadas, lo que a lo mejor resultaba muy romántico para los lectores bucólicos, pero casi siempre era muy incómodo para los pastores, tampoco se encienden ya lumbres junto a las que dormir y que desde lejos eran como incandescentes rosas en el lugar sobre el que había caído un pequeño meteorito o una estrella. Aunque, desgraciadamente, pese a todos los adelantos y a los cantautores y magos políticos, gentes hay –y no pocas– que tienen que dormir a la intemperie porque otro cobijo no tienen, y precisan encender un pequeño fuego siquiera para aliviar el escalofrío que se siente cuando va a romper el día.
Pero felices son esas gentes si tienen que encender una hoguera porque tienen algún pequeño cultivo y éste exige madrugones, o realizan ese pequeño cultivo despreciando unas pequeñas energías que pueden parecer ridículas, pero que, según la tradición hortelana, garantizan la exquisitez de los tomates, que únicamente se consigue sembrándolos junto a una pared de barro que guarda mucho sol o una pared que deja pasar el calor del hogar de dentro de la casa y por eso mismo era y es un lugar muy codiciado para la charla campesina. De otro modo será difícil que los tomates no se hielen o adelanten como es de esperar, si estaban plantados en esa solanilla o en el invernadero, en el que a veces no alcanza a algunas plantas el velo del papel aceitado o encerado, o el del plástico, o, si el invernadero era acristalado, había cristal roto en alguna parte. Pongamos por caso como el cristal que estaba también roto en casa de la patrona de don Antonio Machado en Segovia, que era toda una recia reliquia.
El caso es que una fogata o un cristal roto también tienen sus sonoridades en el alma, y la iluminan, la confortan, o la hieren. Incluso pueden trastornarla. Ricardo III ofrecía su reino entero por un caballo, pero no creo que pueda ofrecerse más barato un vaso de agua en tiempo de calorina, o una taza de caldo y, desde luego una lumbre, cuando el frío nos atenaza. Entonces damos por cualquier calorcillo no sólo un reino, hasta nuestro yo y nuestra ánima. O traicionamos a quien más queremos. De esta pasta estamos hechos, y más vale no andar con disimulos ni retóricas; y al menos hay un abril –ese mes que inaugura tan devastadoramente el poema de Elliot «La tierra baldía»–, en el que el calorcillo de una hoguera en noche fría, y de pesar y miedo, sedujo a un hombre, y le llevó a la traición.
Pero hay muchas clases de hogueras y muchas clases de lumbres, de manera que podríamos decir que ofrecen un calor muy distinto, y tenemos que hablar de ellas distintamente; y si no las hay las recordamos como las iluminaciones de los «Libros de Horas» de nuestra infancia y adolescencia, o las brasas que nos quedan más adentro en nuestra memoria y nuestro corazón, y cualquier chispita las reviven, y siguen ofreciendo esa sensación tan indefinible y admirable que no cualquier fuego es capaz de producir. Y esto es lo que llamamos «el amor de la lumbre», o cuando de una lumbre puede decirse que nos ofrece amor, que es una calidez de los adentros y una muy exacta tibieza corporal, y no acertamos a retirarnos de ella. Si alguien ha tenido conversación o ha hecho lecturas en su compañía, no podrá olvidarlas. No todas las personas, ni todos los libros, resisten una conversación o una lectura al calorcillo de esas brasas.
Saludos para todos