Hay dos eventos trascendentales en nuestra existencia, que están por encima de todos los demás: nuestro nacimiento y nuestra muerte.
Ambos tienen una característica en particular: no importan las circunstancias, en esencia, cuando ocurren, estamos solos; llegamos solos y solos partimos. Pero tal pareciera que de manera subconsciente intentaramos alejarnos de la traumatizante experiencia que representa el conocer el estado de soledad en el cual nos encontramos en sendas situaciones. Así, en una búsqueda frenética por escapar de la soledad -que tal vez no nos sea inherente, pero no nos es antinatural- buscamos desesperadamente la compañía: la de nuestros padres, la de nuestra familia, de nuestros amigos, de nuestra pareja.
Esto puede aparecerse como una completa contradicción, ya que nos tratamos de adaptar a grupos de personas o individuos particulares para obtener su compañía sin tomar en cuenta, en ocasiones, nuestra propia personalidad. Y aunque dicha compañía no es un bien despreciable, sino todo lo contario pues es gracias a ella que podemos sobrellevar muchas veces las rudezas de la vida (¿quién no ha estado eternamente agradecido porque en determinada situación difícil tuvo la fortuna de encontrar los brazos de la familia, el hombro o las palabras de un amigo y la calidez de la pareja?), también llega a suceder que, para conseguir esa compañía, la capacidad de adaptación antes mencionada se vuelva una de dos cosas: o disminución de la propia personalidad ante la presencia del otro o, peor, completa dependencia de su presencia.
Es en este punto cuando aparecen muchas complicaciones, porque lo que, bien entendido, debería ser una agradable interacción, una hermosa convivencia, puede terminar volviéndose algo tormentoso e insoportable: el amigo que resultó no ser como lo pensábamos o la pareja que nos rompe el corazón por hacer cosas que, en nuestra ilusión, de ella nunca esperábamos. Pero siempre queremos escapar de esa natural soledad que nos sigue como una sombra y, a pesar de eso que se comienza a romper, queremos seguir allí, y continuar con algo que no se puede continuar, buscando una luz que ya no existe para tratar de ahuyentar un fantasma que nunca se irá, y en vez de disfrutar nos atormentamos, y nos quejamos de todo, cuando en realidad el problema radica en nuestro interior.
En nuestra soledad, pero, al tiempo, en nuestra natural búsqueda de compañía, nos encontramos en un dilema, ¿qué hacer entonces? Ser coherentes, es la mejor respuesta. Todo termina. No debemos aferrarnos a algo que ya no existe o está a punto de dejar de existir inevitablemente. Seguro que siempre habrá alguien que nos brinde su compañía sin ser dependiente de nosotros ni exigir que nosotros seamos dependientes de la suya, sin obligaciones de elegir entre su individualidad o la nuestra.
Vivamos conscientes de nuestras soledades y nuestras compañías, no seamos tercos, sólo disfrutemos y no suframos por las cosas que creemos nuestras y que se acaban. Ese espíritu de posesión es lo que muchas veces nos hace sufrir y no nos deja separarnos y cerrar los círculos vivenciales que ya no tienen más que ofrecernos. Hay que recordar que en verdad NADA ES NUESTRO, por más que la vida se empeñe en engañarnos haciéndonos creer que sí. En el final nos iremos, y en el fondo nos iremos solos; qué mejor que, en ese fin, nuestra soledad tenga cercana la compañía de aquellos que quisimos y nos quisieron no a causa de ese espíritu de posesión, sino por el natural sentimiento del amor, tanto suyo como nuestro, porque el amor, el de a de veras, ni obliga, ni posee.
Ambos tienen una característica en particular: no importan las circunstancias, en esencia, cuando ocurren, estamos solos; llegamos solos y solos partimos. Pero tal pareciera que de manera subconsciente intentaramos alejarnos de la traumatizante experiencia que representa el conocer el estado de soledad en el cual nos encontramos en sendas situaciones. Así, en una búsqueda frenética por escapar de la soledad -que tal vez no nos sea inherente, pero no nos es antinatural- buscamos desesperadamente la compañía: la de nuestros padres, la de nuestra familia, de nuestros amigos, de nuestra pareja.
Esto puede aparecerse como una completa contradicción, ya que nos tratamos de adaptar a grupos de personas o individuos particulares para obtener su compañía sin tomar en cuenta, en ocasiones, nuestra propia personalidad. Y aunque dicha compañía no es un bien despreciable, sino todo lo contario pues es gracias a ella que podemos sobrellevar muchas veces las rudezas de la vida (¿quién no ha estado eternamente agradecido porque en determinada situación difícil tuvo la fortuna de encontrar los brazos de la familia, el hombro o las palabras de un amigo y la calidez de la pareja?), también llega a suceder que, para conseguir esa compañía, la capacidad de adaptación antes mencionada se vuelva una de dos cosas: o disminución de la propia personalidad ante la presencia del otro o, peor, completa dependencia de su presencia.
Es en este punto cuando aparecen muchas complicaciones, porque lo que, bien entendido, debería ser una agradable interacción, una hermosa convivencia, puede terminar volviéndose algo tormentoso e insoportable: el amigo que resultó no ser como lo pensábamos o la pareja que nos rompe el corazón por hacer cosas que, en nuestra ilusión, de ella nunca esperábamos. Pero siempre queremos escapar de esa natural soledad que nos sigue como una sombra y, a pesar de eso que se comienza a romper, queremos seguir allí, y continuar con algo que no se puede continuar, buscando una luz que ya no existe para tratar de ahuyentar un fantasma que nunca se irá, y en vez de disfrutar nos atormentamos, y nos quejamos de todo, cuando en realidad el problema radica en nuestro interior.
En nuestra soledad, pero, al tiempo, en nuestra natural búsqueda de compañía, nos encontramos en un dilema, ¿qué hacer entonces? Ser coherentes, es la mejor respuesta. Todo termina. No debemos aferrarnos a algo que ya no existe o está a punto de dejar de existir inevitablemente. Seguro que siempre habrá alguien que nos brinde su compañía sin ser dependiente de nosotros ni exigir que nosotros seamos dependientes de la suya, sin obligaciones de elegir entre su individualidad o la nuestra.
Vivamos conscientes de nuestras soledades y nuestras compañías, no seamos tercos, sólo disfrutemos y no suframos por las cosas que creemos nuestras y que se acaban. Ese espíritu de posesión es lo que muchas veces nos hace sufrir y no nos deja separarnos y cerrar los círculos vivenciales que ya no tienen más que ofrecernos. Hay que recordar que en verdad NADA ES NUESTRO, por más que la vida se empeñe en engañarnos haciéndonos creer que sí. En el final nos iremos, y en el fondo nos iremos solos; qué mejor que, en ese fin, nuestra soledad tenga cercana la compañía de aquellos que quisimos y nos quisieron no a causa de ese espíritu de posesión, sino por el natural sentimiento del amor, tanto suyo como nuestro, porque el amor, el de a de veras, ni obliga, ni posee.