A LA SOMBRA DE UNA HISTORIA
Esta noche he vuelto a soñar que estaba en Cuenca de Campos,. Paseaba por la orilla de una laguna extramuros del pueblo, desde la que se veía el ajetreo de una cuadrilla de alarifes trajinando sobre la torre de San Mamés. Me acompañaba mi padre, Cosme Yerro, quien se lamentaba de la mala situación de sus rentas; el negocio de la lana y el casi millar de cabezas merinas que mandaba pastorear, cada vez eran menos productivos, las tasas de la Mesta, la presión de los labradores invadiendo cada vez mas terrenos de pastos y los bajos precios que los comerciantes burgaleses pagaban por el quintal de lana en el mercado de Villalón, eran su preocupación constante. El día era radiante, colmado de promesas primaverales, la vista se recreaba en el mar verde de los cultivos, o en las cinco torres que se dibujaban en el horizonte de Cuenca al contraluz de la puesta de sol.
Quedaba yo absorto ante aquel prodigio, pero mi padre continuaba hablando y hablando de sus asuntos, sin prestar ninguna atención a la vida que bullía a nuestro alrededor. Luego, su voz perdía poco a poco el timbre humano para ir convirtiéndose en una especie de lamento monótono, cada más agudo, mientras la tierra se llenaba de resplandores que proyectaban ímágenes fantásticas sobre la líquida lámina de la laguna. En este punto me desperté con sobresalto y caí en la cuenta de estar oyendo el canto lastimero de una de esas aves con penacho rojo y plumas multicolores que anidan en los enormes árboles de la isla.
Mis ocho compañeros y yo hemos perdido la cuenta del tiempo que llevamos aquí ¿dos años? ¿tal vez más? pero recuerdo como si fuera ayer, aquella mañana en que nos hicimos a la mar en la Coruña: las armas de Castilla ondeando al viento en los mástiles de las naves, el trajinar de los hombres por la cubierta atestada de aparejos, la voz firme del piloto ordenando tender las velas, el griterío de familiares y curiosos agolpados en el muelle para ver la flota partir rumbo a las Indias.
Nuestro señor, el emperador Carlos, había encomendado a García Jofre de Loaisa, capitán general de la Armada, organizar una segunda expedición a las Molucas, aquellas islas ricas en especias situadas al otro lado del mundo, que había descubierto unos años antes Fernando de Magallanes, en el curso de un asombroso viaje en el que perdió la vida. En su nave viajaba un vasco de Guetaria, un tal Juan Sebastián de el Cano, que al ser capaz de regresar a Sevilla desde las islas viajando siempre hacia el oeste, disipó cualquier posible duda que pudiera albergarse aún sobre la redondez de la tierra y, al tiempo, encontró el camino hacia la fama.
Pero volvamos a la expedición de Loaisa; se fletaron siete buques y se nombró al propio Juan Sebastián piloto mayor de la flota. El monarca confiaba en que esta empresa cumpliera varios fines: por un lado, estaba la organización del comercio de especiería entre los nuevos territorios de su inmenso imperio, por otro se trataba de llegar a un acuerdo con el rey de Portugal, quien alegaba no sin razón, que la línea de demarcación establecida en el tratado de Tordesillas había quedado desvirtuada, pues si el orbe era esférico, tal línea, válida solo para un mundo plano, habría de convertirse en un círculo máximo que lo dividiera en dos hemisferios, uno portugués y el otro castellano.
Cuando se organizó la expedición de Loaisa, contaba yo con veintinueve años. A los dieciocho, había salido de Cuenca contrariando a mi padre, quien estaba impaciente por que me pusiera, cuanto antes, al frente de un próspero negocio de manufacturas de lana, que había ido pasando de una generación a otra desde mucho tiempo atrás.
Ya durante mi niñez, la familia gozaba de una situación desahogada, y cuando alcancé la pubertad, habíase encomendado mi educación al maestro Don Elías de Grajal miembro de una familia de comerciantes judío-conversos asentada en Villalón; antiguo recaudador de diezmos al servicio del Obispado de Palencia, una persona docta y bien intencionada, de quien aprendí fundamentos de lógica, gramática, matemáticas, geometría e incluso astronomía. Recuerdo con cariño a aquel hombre bondadoso, que a veces no podía contener la risa ante mis ocurrencias acerca del tamaño de la Tierra o del movimiento de los astros. A medida que fui dejando atrás la infancia, sentía una creciente necesidad de formarme una imagen del mundo, y las noticias que llegaban sobre los viajes a las Indias, no hacían más que alimentar aquel afán; pues si se había conseguido navegar más allá de los abismos del mar tenebroso, desafiando los horrores sin cuento relatados en las leyendas ¿no era ello prueba segura de que la industria de los hombres se mostraba capaz de resolver cualquier misterio?
Viví la adolescencia dominado por estas y parecidas fantasías. Para enojo de mi buen padre, se me iban las horas enfrascado en la lectura de cualquier libro que cayera en mis manos y deambulando por los campos o la vecindad, más atento al salto de las liebres en las jaras y al vuelo inquieto de los vencejos entre las cercas de l Conjuradero, que a pensar en hacerme cargo de las obligaciones propias de mi edad y condición. A veces, me quedaba tendido sobre la hierba, húmeda aún con el rocío de la mañana, y perdía la noción del tiempo viendo pasar las nubes sobre el cielo luminoso de Cuenca. El espectáculo del mundo en perpetuo cambio, ofrecía al menos un refugio seguro frente al sinfín de sucesos carentes de interés, que día a día tejían la trama de la existencia en el hogar familiar.
Cuando mi padre perdía la paciencia, solía decir que me pondría a pastorear, ya que lo mío era vivir como un regalado; tal vez no errara en demasía, acaso la vida contemplativa fuera lo único capaz de ofrecer respuestas a tantas preguntas que bullían dentro de mi alocada cabeza. Ansiaba yo, cada vez más, huir de la cárcel en que se había convertido mi vida en Cuenca y al fin, gracias a la intercesión de Don Elías de Grajal, conocedor de mis buenas dotes para el estudio, conseguí la licencia paterna para cursar leyes en Salamanca. El autor de mis días debió pensar que, tal vez, el contacto con aquel templo del saber obrara el milagro de convertir a un haragán soñador como yo, en un hombre con seso, que pudiera atender al fin los asuntos de nuestra hacienda.
Salamanca me deslumbró. Su universidad era como un inmenso caldero en ebullición, donde se mezclaban, de forma incomprensible para mí, los elementos más dispares: a un lado, la solemnidad de las aulas, el rigor de los maestros, el placer de poder profundizar en cualquier disciplina; a otro, las burlas al esfuerzo intelectual, las noches de vino y hembras, las aventuras galantes, el alma inquieta de la población estudiantil, más inclinada a buscar las verdades del Cielo y de la Tierra bajo el tejado de las tabernas, que en el estudio perseverante de las obras de Aristóteles o San Agustín.
Los primeros meses los pasé, dedicado la mayor parte del tiempo a deambular de un lado para otro con los compañeros de estudio, dejándome arrastrar por aquel vendaval de nuevas sensaciones, sin centrarme en nada, soliendo responder a las misivas de mi padre, quien me demandaba disciplina y sacrificio, con un rosario de excusas y falsos propósitos.
Algún tiempo después, conocí a Pedro Mejía, hombre de ciencia venido de Sevilla, que habría de jugar un papel decisivo en mi vida. Este joven maestro llevaba algunos años en Salamanca y, a pesar de no alcanzar aún la treintena, poseía profundos conocimientos de cultura clásica, matemáticas e historia, pero sobresalía sobre todo por su inclinación al estudio de los astros, lo que, entre la población estudiantil, le había valido el apodo un tanto desdeñoso de “el astrólogo”, y no era raro verlo en compañía de marinos afamados y de cartógrafos, quienes acudían a él atraídos por su creciente fama de sabio.
Era persona de costumbres austeras y apenas dedicaba cuatro o cinco horas de la noche al sueño. Durante el día impartía clases de matemáticas y atendía un sin fin de obligaciones derivadas del renombre que había adquirido en las aulas. Algunos aseguraban que mantenía correspondencia con Erasmo de Rotterdam, aunque él se declaraba siempre ardiente defensor de la Iglesia romana.
(Continuará)
Esta noche he vuelto a soñar que estaba en Cuenca de Campos,. Paseaba por la orilla de una laguna extramuros del pueblo, desde la que se veía el ajetreo de una cuadrilla de alarifes trajinando sobre la torre de San Mamés. Me acompañaba mi padre, Cosme Yerro, quien se lamentaba de la mala situación de sus rentas; el negocio de la lana y el casi millar de cabezas merinas que mandaba pastorear, cada vez eran menos productivos, las tasas de la Mesta, la presión de los labradores invadiendo cada vez mas terrenos de pastos y los bajos precios que los comerciantes burgaleses pagaban por el quintal de lana en el mercado de Villalón, eran su preocupación constante. El día era radiante, colmado de promesas primaverales, la vista se recreaba en el mar verde de los cultivos, o en las cinco torres que se dibujaban en el horizonte de Cuenca al contraluz de la puesta de sol.
Quedaba yo absorto ante aquel prodigio, pero mi padre continuaba hablando y hablando de sus asuntos, sin prestar ninguna atención a la vida que bullía a nuestro alrededor. Luego, su voz perdía poco a poco el timbre humano para ir convirtiéndose en una especie de lamento monótono, cada más agudo, mientras la tierra se llenaba de resplandores que proyectaban ímágenes fantásticas sobre la líquida lámina de la laguna. En este punto me desperté con sobresalto y caí en la cuenta de estar oyendo el canto lastimero de una de esas aves con penacho rojo y plumas multicolores que anidan en los enormes árboles de la isla.
Mis ocho compañeros y yo hemos perdido la cuenta del tiempo que llevamos aquí ¿dos años? ¿tal vez más? pero recuerdo como si fuera ayer, aquella mañana en que nos hicimos a la mar en la Coruña: las armas de Castilla ondeando al viento en los mástiles de las naves, el trajinar de los hombres por la cubierta atestada de aparejos, la voz firme del piloto ordenando tender las velas, el griterío de familiares y curiosos agolpados en el muelle para ver la flota partir rumbo a las Indias.
Nuestro señor, el emperador Carlos, había encomendado a García Jofre de Loaisa, capitán general de la Armada, organizar una segunda expedición a las Molucas, aquellas islas ricas en especias situadas al otro lado del mundo, que había descubierto unos años antes Fernando de Magallanes, en el curso de un asombroso viaje en el que perdió la vida. En su nave viajaba un vasco de Guetaria, un tal Juan Sebastián de el Cano, que al ser capaz de regresar a Sevilla desde las islas viajando siempre hacia el oeste, disipó cualquier posible duda que pudiera albergarse aún sobre la redondez de la tierra y, al tiempo, encontró el camino hacia la fama.
Pero volvamos a la expedición de Loaisa; se fletaron siete buques y se nombró al propio Juan Sebastián piloto mayor de la flota. El monarca confiaba en que esta empresa cumpliera varios fines: por un lado, estaba la organización del comercio de especiería entre los nuevos territorios de su inmenso imperio, por otro se trataba de llegar a un acuerdo con el rey de Portugal, quien alegaba no sin razón, que la línea de demarcación establecida en el tratado de Tordesillas había quedado desvirtuada, pues si el orbe era esférico, tal línea, válida solo para un mundo plano, habría de convertirse en un círculo máximo que lo dividiera en dos hemisferios, uno portugués y el otro castellano.
Cuando se organizó la expedición de Loaisa, contaba yo con veintinueve años. A los dieciocho, había salido de Cuenca contrariando a mi padre, quien estaba impaciente por que me pusiera, cuanto antes, al frente de un próspero negocio de manufacturas de lana, que había ido pasando de una generación a otra desde mucho tiempo atrás.
Ya durante mi niñez, la familia gozaba de una situación desahogada, y cuando alcancé la pubertad, habíase encomendado mi educación al maestro Don Elías de Grajal miembro de una familia de comerciantes judío-conversos asentada en Villalón; antiguo recaudador de diezmos al servicio del Obispado de Palencia, una persona docta y bien intencionada, de quien aprendí fundamentos de lógica, gramática, matemáticas, geometría e incluso astronomía. Recuerdo con cariño a aquel hombre bondadoso, que a veces no podía contener la risa ante mis ocurrencias acerca del tamaño de la Tierra o del movimiento de los astros. A medida que fui dejando atrás la infancia, sentía una creciente necesidad de formarme una imagen del mundo, y las noticias que llegaban sobre los viajes a las Indias, no hacían más que alimentar aquel afán; pues si se había conseguido navegar más allá de los abismos del mar tenebroso, desafiando los horrores sin cuento relatados en las leyendas ¿no era ello prueba segura de que la industria de los hombres se mostraba capaz de resolver cualquier misterio?
Viví la adolescencia dominado por estas y parecidas fantasías. Para enojo de mi buen padre, se me iban las horas enfrascado en la lectura de cualquier libro que cayera en mis manos y deambulando por los campos o la vecindad, más atento al salto de las liebres en las jaras y al vuelo inquieto de los vencejos entre las cercas de l Conjuradero, que a pensar en hacerme cargo de las obligaciones propias de mi edad y condición. A veces, me quedaba tendido sobre la hierba, húmeda aún con el rocío de la mañana, y perdía la noción del tiempo viendo pasar las nubes sobre el cielo luminoso de Cuenca. El espectáculo del mundo en perpetuo cambio, ofrecía al menos un refugio seguro frente al sinfín de sucesos carentes de interés, que día a día tejían la trama de la existencia en el hogar familiar.
Cuando mi padre perdía la paciencia, solía decir que me pondría a pastorear, ya que lo mío era vivir como un regalado; tal vez no errara en demasía, acaso la vida contemplativa fuera lo único capaz de ofrecer respuestas a tantas preguntas que bullían dentro de mi alocada cabeza. Ansiaba yo, cada vez más, huir de la cárcel en que se había convertido mi vida en Cuenca y al fin, gracias a la intercesión de Don Elías de Grajal, conocedor de mis buenas dotes para el estudio, conseguí la licencia paterna para cursar leyes en Salamanca. El autor de mis días debió pensar que, tal vez, el contacto con aquel templo del saber obrara el milagro de convertir a un haragán soñador como yo, en un hombre con seso, que pudiera atender al fin los asuntos de nuestra hacienda.
Salamanca me deslumbró. Su universidad era como un inmenso caldero en ebullición, donde se mezclaban, de forma incomprensible para mí, los elementos más dispares: a un lado, la solemnidad de las aulas, el rigor de los maestros, el placer de poder profundizar en cualquier disciplina; a otro, las burlas al esfuerzo intelectual, las noches de vino y hembras, las aventuras galantes, el alma inquieta de la población estudiantil, más inclinada a buscar las verdades del Cielo y de la Tierra bajo el tejado de las tabernas, que en el estudio perseverante de las obras de Aristóteles o San Agustín.
Los primeros meses los pasé, dedicado la mayor parte del tiempo a deambular de un lado para otro con los compañeros de estudio, dejándome arrastrar por aquel vendaval de nuevas sensaciones, sin centrarme en nada, soliendo responder a las misivas de mi padre, quien me demandaba disciplina y sacrificio, con un rosario de excusas y falsos propósitos.
Algún tiempo después, conocí a Pedro Mejía, hombre de ciencia venido de Sevilla, que habría de jugar un papel decisivo en mi vida. Este joven maestro llevaba algunos años en Salamanca y, a pesar de no alcanzar aún la treintena, poseía profundos conocimientos de cultura clásica, matemáticas e historia, pero sobresalía sobre todo por su inclinación al estudio de los astros, lo que, entre la población estudiantil, le había valido el apodo un tanto desdeñoso de “el astrólogo”, y no era raro verlo en compañía de marinos afamados y de cartógrafos, quienes acudían a él atraídos por su creciente fama de sabio.
Era persona de costumbres austeras y apenas dedicaba cuatro o cinco horas de la noche al sueño. Durante el día impartía clases de matemáticas y atendía un sin fin de obligaciones derivadas del renombre que había adquirido en las aulas. Algunos aseguraban que mantenía correspondencia con Erasmo de Rotterdam, aunque él se declaraba siempre ardiente defensor de la Iglesia romana.
(Continuará)