A LA SOMBRA DE UNA HISTORIA
(Continuación - 2ª Parte)
Empecé a asistir a sus clases, y quedé impresionado por la rara habilidad con que era capaz de convertir los cálculos más intrincados en un simple juego de propuestas lógicas. Pero lo que más influyó en mi ánimo para decidirme a indagar en las enseñanzas del maestro, fue su profunda convicción de que el Sumo Hacedor había concedido al hombre un poder de raciocinio capaz de elevarle hasta la comprensión del cosmos. En su opinión, la ciencia matemática brindaba el único camino seguro para desentrañar las leyes inmutables con las que Dios había decidido regir la Naturaleza.
Todo aquello tuvo el efecto de avivar mi fascinación ante tamaño asunto ¿sería pues posible llegar a entender qué es el mundo? Desde la antigüedad, los más grandes filósofos se habían esforzado por encontrar una respuesta a tan arduo enigma; los estoícos concebían el universo como un organismo vivo dotado de un alma, el logos, que regía todas las relaciones entre sus partes. Aristóteles explicó el movimiento de los planetas por medio de un complicado mecanismo de esferas transparentes que giraban unas dentro de otras, y Aristarco de Samos propuso, por vez primera, un sistema heliocéntrico, en el cual, el Sol y la esfera de las estrellas fijas se encuentran en reposo, mientras que los planetas y la Tierra giran alrededor del astro rey. Tiempo después, Tolomeo volvió a situar la Tierra en el centro del universo, al desarrollar un modelo matemático más preciso que se ceñía mejor a las observaciones astronómicas.
Decidí arrinconar los libros de leyes y, durante los años siguientes, me dediqué con ahínco al estudio de esas cuestiones, convirtiéndome a la postre en el discípulo más destacado del “astrólogo”, lo que a más de abrirme numerosas puertas en el mundillo universitario, me permitió intervenir en la preparación de varios estudios sobre nuevas técnicas de cartografía, que suponían avances importantes sobre las existentes y fueron recibidos con gran interés por los cosmógrafos del emperador.
Una o dos veces al año volvía a Cuenca a visitar a mi padre, quien resignado desde tiempo atrás a no contar con mi ayuda para la administración de su hacienda, mostrábase cada vez más sorprendido ante el creciente prestigio que su extraño hijo iba adquiriendo entre los doctores de Salamanca.
Realicé estudios importantes por encargo de varias universidades alemanas. Viajé a Italia en algunas ocasiones, y estando en la Universidad de Bolonia, recibí una escueta misiva de mi maestro, rogándome que volviera cuanto antes a España para reunirme con él. Así lo hice, no sin sorprenderme de que omitiera en su mensaje cualquier detalle acerca de tan apresurada demanda, y cuando nos encontramos en Valladolid, me puso al corriente de una importante nueva: se estaba organizando una segunda expedición a las Islas Molucas y Juan Sebastián de el Cano, designado piloto mayor, había requerido sus servicios para auxiliarle en una misión que le había encomendado el emperador en persona; tratábase de establecer con exactitud la posición de las islas, para demostrar que era posible alcanzarlas navegando hacia poniente, sin atravesar los territorios portugueses. Pero el maestro Mejía, aquejado desde hacía meses de unas fiebres que habían mermado sus fuerzas, no se encontraba en condiciones de sumarse a la expedición y había pensado en recomendarme a mí, su más distinguido ayudante, para reemplazarle.
Todavía ignoro por qué motivo me alisté. A nadie se le ocultaban los riesgos inmensos que entrañaba una empresa tal; además mi vida parecía haber encontrado un rumbo seguro, y todavía en plena juventud, mis trabajos gozaban ya de cierto reconocimiento.
¿Me movió la ambición? ¿el afán de aventuras? Aun hoy no encuentro repuesta a tan graves cuestiones.
Zarpamos de La Coruña en el verano de 1525 con rumbo a las Islas Canarias. En Tenerife, se hizo provisión de agua y víveres, al tiempo que se reforzaba el timón de la nao capitana Santa María de la Victoria. En el término de diez días, aprovechando una fuerte brisa del noreste, el almirante Loaisa dio orden de tender todas las velas y la flota avanzó con rapidez hacia la inmensidad del océano. Se sucedieron las semanas con monotonía y sólo recuerdo que pasaba buena parte del tiempo en una pequeña recámara, rodeado de mapas y cartas marinas. Al anochecer, si el cielo estaba despejado, me reunía en cubierta con el oficial de navegación para fijar nuestro rumbo con la ayuda de las estrellas.
Transcurridos más de dos meses, tras alcanzar los veintidós grados de la línea equinoccial, avistamos las costas del Nuevo Mundo. Navegamos hacia el sur sin perder de vista la lejana franja de tierra, hasta que la escasez de las reservas de agua comenzó a sembrar el malestar entre los hombres y el almirante decidió recalar en una amplia bahía al abrigo de los vientos.
Allí permanecimos durante el tiempo necesario para revisar el casco de los navíos y hacer acopio de las escasas provisiones que aquella región fría y desolada podía brindarnos. Durante esos días, hablé en varias ocasiones con El Cano; era un hombre recio, magro de carnes y parco de palabras. Su mirada penetrante translucía una determinación capaz de superar cualquier adversidad imaginable. Supe por él de la insistencia del Emperador en que, una vez alcanzadas las Islas Molucas, no se escatimara ningún esfuerzo para encontrar una ruta de vuelta hacia las costas de Nueva España, pues sólo así sería posible organizar el transporte de especias entre sus dilatados reinos, sin necesidad de cruzar las posesiones portuguesas.
Hicímonos de nuevo a la mar hasta alcanzar el paso al océano de las Indias, descubierto cuatro años antes por Fernando de Magallanes, que Dios tenga en su gloria. Bien quisiera poder olvidar las desgracias que se abatieron sobre todos nosotros a partir de ese momento. El tiempo cambió bruscamente y fuertes ráfagas de un viento helado barrieron la cubierta, mientras enormes olas coronadas de espuma sacudían la nave como si fuera una cáscara de nuez. El pavoroso silbido del viento en las jarcias y los violentos golpes de mar impedían escuchar las órdenes del piloto, salvo durante pausas momentáneas. Tras algunos días de temporal, la nao Santiago, que bogaba a estribor con la arboladura muy dañada, desapareció de nuestra vista, como tragada por la niebla; nunca supimos de la suerte que habría corrido la tripulación y su capitán, Santiago de Guevara. A breves períodos de calma, siguieron nuevas tempestades, a cual más espantosa, que hicieron zozobrar a tres de las naves restantes. Pero Dios había dispuesto que nuestras calamidades no acabaran ahí; el almirante ordenó fijar derrota noroeste, y al cabo de varios meses más de navegación sin divisar ninguna isla, fue necesario racionar el agua y los alimentos. Los hombres, desmoralizados y con escasas fuerzas, enfermaban de un extraño mal; hinchábanse las encías y los dientes se separaban de su natural asiento con solo tocarlos. El hambre llegó a torturarnos de tal modo, que algunos empezaron a comer ratas que conseguían atrapar en las bodegas.
Las bajas se contaban por decenas y la muerte no respetó ni siquiera al almirante de la flota, quien falleció cuando había transcurrido alrededor de un año de nuestra salida de España. Pocas semanas después, fue Juan Sebastián el Cano el que nos dejó para siempre. Todavía me parece estar viendo a los que quedábamos con vida en nuestro navío, contemplando desde la cubierta cómo el cuerpo amortajado de aquel navegante ejemplar era entregado a la mar desde la Santa María de la Victoria.
De lo que sucedió en los meses siguientes, sólo guardo recuerdos confusos. La poca agua que aún restaba en la bodega estaba corrompida y sólo gracias a la lluvia que podíamos recoger en algunas velas extendidas sobre cubierta conseguíamos mitigar la sed. La fuerza del sol nos abrasaba, me sentía aturdido por la fiebre y albergaba el convencimiento de que era llegada mi última hora.
(Continuará)
(Continuación - 2ª Parte)
Empecé a asistir a sus clases, y quedé impresionado por la rara habilidad con que era capaz de convertir los cálculos más intrincados en un simple juego de propuestas lógicas. Pero lo que más influyó en mi ánimo para decidirme a indagar en las enseñanzas del maestro, fue su profunda convicción de que el Sumo Hacedor había concedido al hombre un poder de raciocinio capaz de elevarle hasta la comprensión del cosmos. En su opinión, la ciencia matemática brindaba el único camino seguro para desentrañar las leyes inmutables con las que Dios había decidido regir la Naturaleza.
Todo aquello tuvo el efecto de avivar mi fascinación ante tamaño asunto ¿sería pues posible llegar a entender qué es el mundo? Desde la antigüedad, los más grandes filósofos se habían esforzado por encontrar una respuesta a tan arduo enigma; los estoícos concebían el universo como un organismo vivo dotado de un alma, el logos, que regía todas las relaciones entre sus partes. Aristóteles explicó el movimiento de los planetas por medio de un complicado mecanismo de esferas transparentes que giraban unas dentro de otras, y Aristarco de Samos propuso, por vez primera, un sistema heliocéntrico, en el cual, el Sol y la esfera de las estrellas fijas se encuentran en reposo, mientras que los planetas y la Tierra giran alrededor del astro rey. Tiempo después, Tolomeo volvió a situar la Tierra en el centro del universo, al desarrollar un modelo matemático más preciso que se ceñía mejor a las observaciones astronómicas.
Decidí arrinconar los libros de leyes y, durante los años siguientes, me dediqué con ahínco al estudio de esas cuestiones, convirtiéndome a la postre en el discípulo más destacado del “astrólogo”, lo que a más de abrirme numerosas puertas en el mundillo universitario, me permitió intervenir en la preparación de varios estudios sobre nuevas técnicas de cartografía, que suponían avances importantes sobre las existentes y fueron recibidos con gran interés por los cosmógrafos del emperador.
Una o dos veces al año volvía a Cuenca a visitar a mi padre, quien resignado desde tiempo atrás a no contar con mi ayuda para la administración de su hacienda, mostrábase cada vez más sorprendido ante el creciente prestigio que su extraño hijo iba adquiriendo entre los doctores de Salamanca.
Realicé estudios importantes por encargo de varias universidades alemanas. Viajé a Italia en algunas ocasiones, y estando en la Universidad de Bolonia, recibí una escueta misiva de mi maestro, rogándome que volviera cuanto antes a España para reunirme con él. Así lo hice, no sin sorprenderme de que omitiera en su mensaje cualquier detalle acerca de tan apresurada demanda, y cuando nos encontramos en Valladolid, me puso al corriente de una importante nueva: se estaba organizando una segunda expedición a las Islas Molucas y Juan Sebastián de el Cano, designado piloto mayor, había requerido sus servicios para auxiliarle en una misión que le había encomendado el emperador en persona; tratábase de establecer con exactitud la posición de las islas, para demostrar que era posible alcanzarlas navegando hacia poniente, sin atravesar los territorios portugueses. Pero el maestro Mejía, aquejado desde hacía meses de unas fiebres que habían mermado sus fuerzas, no se encontraba en condiciones de sumarse a la expedición y había pensado en recomendarme a mí, su más distinguido ayudante, para reemplazarle.
Todavía ignoro por qué motivo me alisté. A nadie se le ocultaban los riesgos inmensos que entrañaba una empresa tal; además mi vida parecía haber encontrado un rumbo seguro, y todavía en plena juventud, mis trabajos gozaban ya de cierto reconocimiento.
¿Me movió la ambición? ¿el afán de aventuras? Aun hoy no encuentro repuesta a tan graves cuestiones.
Zarpamos de La Coruña en el verano de 1525 con rumbo a las Islas Canarias. En Tenerife, se hizo provisión de agua y víveres, al tiempo que se reforzaba el timón de la nao capitana Santa María de la Victoria. En el término de diez días, aprovechando una fuerte brisa del noreste, el almirante Loaisa dio orden de tender todas las velas y la flota avanzó con rapidez hacia la inmensidad del océano. Se sucedieron las semanas con monotonía y sólo recuerdo que pasaba buena parte del tiempo en una pequeña recámara, rodeado de mapas y cartas marinas. Al anochecer, si el cielo estaba despejado, me reunía en cubierta con el oficial de navegación para fijar nuestro rumbo con la ayuda de las estrellas.
Transcurridos más de dos meses, tras alcanzar los veintidós grados de la línea equinoccial, avistamos las costas del Nuevo Mundo. Navegamos hacia el sur sin perder de vista la lejana franja de tierra, hasta que la escasez de las reservas de agua comenzó a sembrar el malestar entre los hombres y el almirante decidió recalar en una amplia bahía al abrigo de los vientos.
Allí permanecimos durante el tiempo necesario para revisar el casco de los navíos y hacer acopio de las escasas provisiones que aquella región fría y desolada podía brindarnos. Durante esos días, hablé en varias ocasiones con El Cano; era un hombre recio, magro de carnes y parco de palabras. Su mirada penetrante translucía una determinación capaz de superar cualquier adversidad imaginable. Supe por él de la insistencia del Emperador en que, una vez alcanzadas las Islas Molucas, no se escatimara ningún esfuerzo para encontrar una ruta de vuelta hacia las costas de Nueva España, pues sólo así sería posible organizar el transporte de especias entre sus dilatados reinos, sin necesidad de cruzar las posesiones portuguesas.
Hicímonos de nuevo a la mar hasta alcanzar el paso al océano de las Indias, descubierto cuatro años antes por Fernando de Magallanes, que Dios tenga en su gloria. Bien quisiera poder olvidar las desgracias que se abatieron sobre todos nosotros a partir de ese momento. El tiempo cambió bruscamente y fuertes ráfagas de un viento helado barrieron la cubierta, mientras enormes olas coronadas de espuma sacudían la nave como si fuera una cáscara de nuez. El pavoroso silbido del viento en las jarcias y los violentos golpes de mar impedían escuchar las órdenes del piloto, salvo durante pausas momentáneas. Tras algunos días de temporal, la nao Santiago, que bogaba a estribor con la arboladura muy dañada, desapareció de nuestra vista, como tragada por la niebla; nunca supimos de la suerte que habría corrido la tripulación y su capitán, Santiago de Guevara. A breves períodos de calma, siguieron nuevas tempestades, a cual más espantosa, que hicieron zozobrar a tres de las naves restantes. Pero Dios había dispuesto que nuestras calamidades no acabaran ahí; el almirante ordenó fijar derrota noroeste, y al cabo de varios meses más de navegación sin divisar ninguna isla, fue necesario racionar el agua y los alimentos. Los hombres, desmoralizados y con escasas fuerzas, enfermaban de un extraño mal; hinchábanse las encías y los dientes se separaban de su natural asiento con solo tocarlos. El hambre llegó a torturarnos de tal modo, que algunos empezaron a comer ratas que conseguían atrapar en las bodegas.
Las bajas se contaban por decenas y la muerte no respetó ni siquiera al almirante de la flota, quien falleció cuando había transcurrido alrededor de un año de nuestra salida de España. Pocas semanas después, fue Juan Sebastián el Cano el que nos dejó para siempre. Todavía me parece estar viendo a los que quedábamos con vida en nuestro navío, contemplando desde la cubierta cómo el cuerpo amortajado de aquel navegante ejemplar era entregado a la mar desde la Santa María de la Victoria.
De lo que sucedió en los meses siguientes, sólo guardo recuerdos confusos. La poca agua que aún restaba en la bodega estaba corrompida y sólo gracias a la lluvia que podíamos recoger en algunas velas extendidas sobre cubierta conseguíamos mitigar la sed. La fuerza del sol nos abrasaba, me sentía aturdido por la fiebre y albergaba el convencimiento de que era llegada mi última hora.
(Continuará)