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CUENCA DE CAMPOS: El Rosario de mi abuela...

El Rosario de mi abuela

Antes de conocer la historia del rosario, y muchísimo antes de que yo lo llevara colgado al cinto durante muchos años, ya rezaba el rosario. Creo que lo aprendí como lo aprendimos todos, de labios de la abuela. Mi abuela Rosario, que sí, que así se llamaba, que no es truco, que no es literatura, mi abuela Rosario, a quien ahora invoco postrado ante una fotografía suya, añeja, preciosa, pequeña, acomodada ya en mi ordenador, me enseñó a rezarlo. Todas las noches, sin faltar una.
Es la hora del rosario, hijo.
Y yo, obediente, me sentaba junto a ella. La señal de la cruz, los misterios según el día, los padrenuestros, las avemarías, las letanías, la salve. Atardecer tras atardecer.
No te duermas, que todavía no hemos rezado el rosario.
Más de una vez pudo el sueño, pero aunque yo no rezara el rosario por culpa del sueño mi abuela lo rezaba por mí, acurrucándome sobre sus rodillas y yo, en sueños, escuchando el ave maría cuenta tras cuenta. En invierno, junto al rescoldo de la cocina. En verano, sentados en el poyo de la puerta de la casa.
No tenía yo rosario entonces y llevaba la cuenta de las avemarías no pasando las cuentas del rosario sino anotando con los dedos: gloria al padre, al hijo y al espíritu santo: tercer misterio, La Cruz a Cuestas. Y dale.
Luego me enteré que el rosario lo inventó Domingo de Guzmán, el castellano de Caleruela, el caminante por los caminos franceses poblados de albigenses, el fundador de los dominicos, de los predicadores, el inspirador de Tomás de Aquino, Gregorio Magno, Catalina de Siena, Martín de Porres, Vicente Ferrer y todos los que yo sé. Dicen que el rosario se lo entregó la Virgen en una aparición. Que me perdonen los devotos, pero no lo creo. Era Domingo, el de Caleruela, suficientemente inventivo para estas devociones y todas las que se le presentaran. Así es que fue un invento de él, sin más; una ocurrencia; quizá, eso sí, un producto de qué sé yo cuantas meditaciones. Se inventó una oración popular, para que nunca se olvidara, por lo repetitiva, y ahí está, desde 1208, según se cuenta.
Al rezo del rosario le han echado encima muchos milagros. Pongo por caso el triunfo en la batalla de Lepanto, el triunfo del sitio de Viena, y el triunfo de la batalla de Temevar, en la Rumania moderna; todas ellas contra los turcos. Yo, la verdad, no soy afín a que se introduzcan los éxitos de las batallas guerreras, de las contiendas bélicas, en el milagro de las oraciones. Al César lo que es del César y al rosario lo que es del rosario. Además, por una razón muy sencilla: ¡qué malos somos en la batallas que tenemos que recurrir a los rezos!.
Lo cierto es que el rosario es de esas devociones que trascienden. Yo, confesándome, acepto que ya no lo rezo mucho, pero tengo muchísimas horas de rosario en mi haber, desde que me lo enseñó mi abuela y desde que deambulé por los claustros de los conventos Franciscanos, a los que sigo añorando.