"SOLO TENIA 16 AÑOS"
Tenia solo 16 años cuando marqué mis manos en el techo de la escuela, lo recuerdo perfectamente.
Mi escuela era un edificio moderno, de techos bajos y ventanas metálicas, y sus directivos eran también modernos, hasta los alumnos éramos modernos aunque mi hijo se burle de mi denominación. En realidad el espejo me obliga a pensar que ¡moderno! no es un buen adjetivo para la imagen que le presento cada día, pero lo fui, juro que lo fui cuando 16 años facilitaban serlo.
Los modernos alumnos de aquél moderno edifício, según las tendéncias modernas de sus modernos directivos, contábamos en nuestras aulas, con un espácio donde hacer murales, (un cuadrado de pared sin pintar), y cada año para festejar el día de la primavera, los alumnos de cada curso dedicábamos varios días en hacer un mural, libre de acuerdo a las pautas que daban los directivos, sin censura, sabiendo lo que no podíamos hacer; ¡Qué modernos!.
Uno de estos años estando yo a días de cumplir mis 16 años, y con las manos llenas de pinturas muralescas salté como sólo podía hacer a esa edad, y mis manos quedaron eternamente estampadas en carpos variopintos.
Quizás parezca exagerado pero veinte años después, de paso por mi escuela encontré mis manos pintadas, algo descoloridas, y con un graffiti indicando el apellido del pintor, el mío, como corresponde a toda obra. Yo tenia un fresco firmado y tan ignorante que paseaba por el mundo.
Este episódio marcó mi pensamiento hasta el día de hoy, mi primera reflexión fue pensar en el reconocimiento de los directivos de mi escuela, al menos durante veine años, pero comprendo lo poco que se pintan los techos de una escuela y que los docentes escolares en su mayoría caminan mirando al suelo. Los que caminan con la frente levantada me agradecerán eternamente las sonrisas que arrancó mi mural a sus caminatas entre los alumnos.
Sin embargo un hecho me aquieta, y es pensar que sólo rescataré del olvido esta anécdota escribiéndola para que al menos álguien la lea, ya no que la recuerde, pero que sepa que alguna vez el adolescénte que fui marcó los techos de su escuela con las manos sucias de arte. Aún así no podré rescatar los olores de mis recuerdos, las sonrisas de mis compañeros, el tacto de mis manos contra el techo, de las pinturas en mi piel. Nunca podré expresar mis ojos frente a las ventanas, siguiendo las medias de algodón de mis compañeras, ni siquiera la imagen de aquel mural que triunfantes terminamos un septiembre fuera de hora. La enumeración de vivéncias y sensaciones que encierra una tarde adolescente me llevaría horas de mi vida ahora que menos horas quedan en mi almanaque, y sólo las de una tarde. Pensar lo que se perderá cuando mis ojos se cierren por última vez, cuándo ya no pueda escuchar, ni oír, ni tocar mi angústia.
Dedicarme a registrar esos momentos, me impiden dedicarme a construir momentos nuevos, entonces, ¿qué tengo que hacer?.
Si no los escribo, lo momentos más importantes del mundo, los míos, se perderán junto a mí, y dormirán mi muerte sin que nadie nunca más los pueda rescatar, me perderé en el tiempo, en el olvido, ya no seré, y no podré siquiera demostrar qué he sido.
En médio de la angustia que me provoca mi insignificáncia en el tiempo un adolescénte, avasallador como solo se puede ser a esa edad, me toca el hombro. Entre mis lágrimas le encuentro un parecido pero no descubro a quien. Tiene sus manos sucias de pintura, y salta magnificamente dejando en mi techo, sus carpos variopintos.
Mi primer impulso es sacar una fotografía de las manos, de su autor, pero el adolescénte me dice que no, con gesto soberbio y canchero, me dice que no, entonces la respuesta llega a mí. Me ensucio las manos con pintura y salto, salto como pensé que nunca volvería a saltar, salto para que mis manos dejen mi huella en el techo, salto y no me preocupo que el tiempo se entere de mi salto, me ocupo de mi salto.
Un adolescénte que me recuerda a álguien (pero no se a quien); parado sobre una silla, pone un nombre a las manos, como si fuera la firma de un gran pintor. Después nos abrazamos, sin lágrimas, como amigos que saben de su próximo encuentro, y se va.
Al pie de unas manos pintadas en el techo, como si fuera una firma, me leo, es mi nombre, soy yo. El que fui, el que soy, el que siempre seré.
Tenia solo 16 años cuando marqué mis manos en el techo de la escuela, lo recuerdo perfectamente.
Mi escuela era un edificio moderno, de techos bajos y ventanas metálicas, y sus directivos eran también modernos, hasta los alumnos éramos modernos aunque mi hijo se burle de mi denominación. En realidad el espejo me obliga a pensar que ¡moderno! no es un buen adjetivo para la imagen que le presento cada día, pero lo fui, juro que lo fui cuando 16 años facilitaban serlo.
Los modernos alumnos de aquél moderno edifício, según las tendéncias modernas de sus modernos directivos, contábamos en nuestras aulas, con un espácio donde hacer murales, (un cuadrado de pared sin pintar), y cada año para festejar el día de la primavera, los alumnos de cada curso dedicábamos varios días en hacer un mural, libre de acuerdo a las pautas que daban los directivos, sin censura, sabiendo lo que no podíamos hacer; ¡Qué modernos!.
Uno de estos años estando yo a días de cumplir mis 16 años, y con las manos llenas de pinturas muralescas salté como sólo podía hacer a esa edad, y mis manos quedaron eternamente estampadas en carpos variopintos.
Quizás parezca exagerado pero veinte años después, de paso por mi escuela encontré mis manos pintadas, algo descoloridas, y con un graffiti indicando el apellido del pintor, el mío, como corresponde a toda obra. Yo tenia un fresco firmado y tan ignorante que paseaba por el mundo.
Este episódio marcó mi pensamiento hasta el día de hoy, mi primera reflexión fue pensar en el reconocimiento de los directivos de mi escuela, al menos durante veine años, pero comprendo lo poco que se pintan los techos de una escuela y que los docentes escolares en su mayoría caminan mirando al suelo. Los que caminan con la frente levantada me agradecerán eternamente las sonrisas que arrancó mi mural a sus caminatas entre los alumnos.
Sin embargo un hecho me aquieta, y es pensar que sólo rescataré del olvido esta anécdota escribiéndola para que al menos álguien la lea, ya no que la recuerde, pero que sepa que alguna vez el adolescénte que fui marcó los techos de su escuela con las manos sucias de arte. Aún así no podré rescatar los olores de mis recuerdos, las sonrisas de mis compañeros, el tacto de mis manos contra el techo, de las pinturas en mi piel. Nunca podré expresar mis ojos frente a las ventanas, siguiendo las medias de algodón de mis compañeras, ni siquiera la imagen de aquel mural que triunfantes terminamos un septiembre fuera de hora. La enumeración de vivéncias y sensaciones que encierra una tarde adolescente me llevaría horas de mi vida ahora que menos horas quedan en mi almanaque, y sólo las de una tarde. Pensar lo que se perderá cuando mis ojos se cierren por última vez, cuándo ya no pueda escuchar, ni oír, ni tocar mi angústia.
Dedicarme a registrar esos momentos, me impiden dedicarme a construir momentos nuevos, entonces, ¿qué tengo que hacer?.
Si no los escribo, lo momentos más importantes del mundo, los míos, se perderán junto a mí, y dormirán mi muerte sin que nadie nunca más los pueda rescatar, me perderé en el tiempo, en el olvido, ya no seré, y no podré siquiera demostrar qué he sido.
En médio de la angustia que me provoca mi insignificáncia en el tiempo un adolescénte, avasallador como solo se puede ser a esa edad, me toca el hombro. Entre mis lágrimas le encuentro un parecido pero no descubro a quien. Tiene sus manos sucias de pintura, y salta magnificamente dejando en mi techo, sus carpos variopintos.
Mi primer impulso es sacar una fotografía de las manos, de su autor, pero el adolescénte me dice que no, con gesto soberbio y canchero, me dice que no, entonces la respuesta llega a mí. Me ensucio las manos con pintura y salto, salto como pensé que nunca volvería a saltar, salto para que mis manos dejen mi huella en el techo, salto y no me preocupo que el tiempo se entere de mi salto, me ocupo de mi salto.
Un adolescénte que me recuerda a álguien (pero no se a quien); parado sobre una silla, pone un nombre a las manos, como si fuera la firma de un gran pintor. Después nos abrazamos, sin lágrimas, como amigos que saben de su próximo encuentro, y se va.
Al pie de unas manos pintadas en el techo, como si fuera una firma, me leo, es mi nombre, soy yo. El que fui, el que soy, el que siempre seré.